miércoles, 31 de octubre de 2018

Verde agua, de Marisa Madieri




Verde agua es una autobiografía de Marisa Madieri escrita en forma de diario donde alterna sus recuerdos de la infancia con su vida presente en los prineros años 1980s. Es considerado uno de los relatos más representativos de la tradición istriana de escritos sobre el exilio de los italianos de las regiones de Istria, Dalmacia y Fiume tras la reorganización política del país con la derrota de Mussolini en la Segunda Guerra Mundial y las adhesiones de la Yugoslavia de Tito.

Madieri nació en Fiume, actual ciudad de Rijeka en Croacia, la cual por entonces pertenecía a Italia y tenía una población mayoritariamente italiana que habría apoyado los ideales del fascismo. Creció rodeada de eslavos (su familia por parte de padre, sus amigos del bloque en donde vivía, sus profesores que le enseñaban a hablar croata, etc.), por lo que, a pesar de la decisión familiar de optar por el exilio, no puede evitar sentirse una mujer entre diversas influencias nacionales. Por eso, escribe desde una perspectiva plural en la que asume tanto sus raíces italianas como las eslavas y las de Europa Central, intentando evitar cualquier tipo de resentimiento hacia yugoslavos y rusos. Sin embargo, las penurias que debió sufrir hasta alcanzar la vida relativamente acomodada que llevaba cuando redactó Verde agua son múltiples y pasan desde la dura crónica del viaje del refugiado hasta la dura crónica de vivir en una habitación diminuta con toda la familia comida de frío, en un recinto con unas condiciones bastante próximas a las de un campo de concentración (¡en su propio país, además!). Madieri habla de su etapa en los box de Trieste (almacenes de grano reconvertidos en centros de acogida), de cómo fingía en el colegio la vergüenza ante sus amigas y de cómo se refugiaba en la lectura -que nos lleva muy lejos a través del poder de la mente, traslandándonos desde donde estamos hacia donde queremos estar- en una historia en la cual la nostalgia, constantemente embellecida y constantemente mancillada, tiene un peso fundamental. 

El punto fuerte de Verde agua es su lirismo nostálgico, mediante el cual Madieri explica su forma de actuar partiendo de las experiencias de su pasado. Incluye aquí tanto vivencias propias como de su peculiar familia extensa, donde destaca especialmente el papel de la nonna Quarantotto, actriz amateur de la vida diaria y gurú del box de Trieste, una estafadora de campeonato. Las relaciones de odio entre esta señora y su yerno son particularmente cómicas y relajan un poco las situaciones más tensas. Madieri emplea figuras retóricas de gran belleza que no acostumbramos a encontrar en biografías de esta índole y sobre todas las cuales prevalece la alegoría del agua verde del mar de su paraíso perdido: la costa del Fiume arrebatado. Se refleja en su semitransparencia el paso del tiempo, el cambio de un pueblo a otro y de una niña a una mujer.

En esta odisea, realizada en el paso de la infancia a la pubertad -vivida con tan solo siete años-, tiene también un papel fundamental tanto la figura de su madre en particular y como de la madre en general. Madieri habla de la trágica enfermedad que dinamita los sentidos de su progenitora  y la hace morir en la frustrada paz de la incomprensión, presa del Alzheimer. Este libro sirve de agradecimiento y homenaje a su memoria, a pesar de todo el mal que ella no pudo evitarle. A raíz de este desolador fin, la escritora se convierte en una férrea antiabortista. Mi impresión: Verde agua se erigió para Madieri en una suerte de anclaje para explicarse su visión del tiempo, de la vida y de la maternidad tanto a sí misma como a los demás. Debo decir que a mí este giro en la trama me sorprendió, a pesar de ser presentado prácticamente al inicio. Me costaba encajarlo con esa historia de vilezas que en otro plano temporal se me estaba narrando. Sin embargo, tras finalizar el libro puedo llegar a entender, no a compartir, el porqué de estos ideales de la escritora. Para ello es necesario pensar en el contexto histórico, en la sensible naturaleza de Madieri y en su búsqueda de la belleza y lo imprescindible en cada partícula de polvo, en cada componente del universo. Madieri escribe un libro de confrontación del pasado donde busca un significado para el presente y reúne un hálito de esperanza para el futuro. Hay que destacar que la escritora ya estaba enferma de cáncer cuando redactaba estas páginas.

La historia es amena y breve. Se lee en un pispás. Mi edición de Minúscula cuenta con un posfacio (texto concluyente) de su viudo, el también escritor Claudio Magris, donde se refuerzan muchos de los puntos fuertes de la obra. Tanto el diario de Madieri como las anotaciones finales están escritos con mucho sentimiento, pero, ante todo, cuidando la técnica, lo cual es de agradecer. Tenéis más reseñas en Koratai  y Devoradora de libros.



domingo, 28 de octubre de 2018

Por qué se cuece el niño en la polenta, de Aglaja Veteranyi




Por qué se cuece el niño en la polenta es la única obra que nos dejó la escritora suiza de origen rumano Aglaja Veteranyi. Constituye una especie de novela autobiográfica donde narra el desarraigo de su pueblo durante la dictadura comunista de Ceausescu bajo el prisma de su particular familia y su difícil infancia, durante la cual tuvo que sufrir todo tipo de vejaciones para sobrevivir. Es un relato duro, escrito desde el prisma de una niña que es obligada a crecer demasiado pronto y que sufre el abuso por parte de todos los adultos que la rodean, inclusive sus padres, quienes pretenden aprovechar su belleza, su ingenuidad y su talento en beneficio propio. La novela en sí es muy breve, pero tiene muchísimo jugo.

El ambiente de la narración nos sitúa en los circos ambulantes de la Europa Central de los años 1960s-1970s, donde una pequeña Aglaja de 5 años nos presenta su marginal y precaria situación en un mundo que no conoce bien del todo, pero en cuya crueldad ya está envuelta. Aglaja nos habla del trabajo de sus padres: él es un payaso húngaro, alcohólico y maltratador, y ella una trapecista que emplea la dureza de sus cabellos para colgarse desde cientos de metros. La madre de Aglaja es quien la protege de las zarpas de su colérico padre, un hombre frustrado por no haber encontrado el éxito y que lo paga golpeando y violando a su familia. A este complicado espacio familiar habría que añadir a la hermanastra de Aglaja por parte de padre que es quien le cuenta la historia del niño de la polenta: una cruda narración sobre las penurias que tiene que soportar un infante que no se ha portado "como es debido". La historia obsesiona a Aglaja, quien quiere ser una bella actriz de Hollywood y así escapar de las arenas movedizas de la polenta, de esa podredumbre que se le echa encima. No obstante, las dificultades para ello no han hecho más que comenzar.

Por qué se cuece el niño en la polenta está narrada con frases breves, pero con una gran profundidad. La visión infantil que choca con el mundo adulto me recordó ligeramente a algunos personajes de Penelope Fitzgerald y, sobre todo, al protagonista de El pájaro pintado de Jerzy Kosinski, una obra también hasta cierto punto autobiográfica. Aglaja es obligada a trabajar demasiado pronto. Su padre la abandona tras una discusión matrimonial y la deja en plena inestabilidad económica. Aunque la madre asume rápidamente el rol de traer dinero a la casa, no tarda demasiado en sufrir un accidente que le imposibilita volver a realizar cualquier número. A pesar de no decirse explícitamente, se da a entender que la pobreza es tal que en algunas ocasiones esta desgraciada mujer encuentra en la prostitución una solución temporal. En uno de estos encuentros conocerá a un amante, quien desgraciadamente es tanto o más pobre que ella. Aunque esto no será problema para el surgimiento del amor entre ambos, acabará por convertir a Aglaja más en una carga para su madre que en una preocupación constante. Mientras tanto, la joven Aglaja se desarrolla físicamente, pero no crece, no aprende, su vida es un bucle de miserias y de sueños cada vez más remotos. No va a la escuela, no sabe leer ni escribir, pero empieza a pensar que solo con la belleza basta. Con trece años y sin dar detalles a nadie, Aglaja es colocada en un club de stripteases y empieza a experimentar el brutal deseo por parte de los hombres que la rodean, quienes le lanzan miradas lascivas, saltan sobre el escenario para toquetearla y le escupen desde las mesas toda clase de insultos, proposiciones y piropos.

Así y con todo, la novela es profundamente filosófica y cuenta en este sentido con un inicio demoledor que voy a tomar la libertad de reproducir aquí:

"Me imagino el cielo.
Es tan grande que me duermo en seguida para tranquilizarme.
Al despertarme sé que Dios es algo más pequeño que el cielo. Si no, al rezar nos dormiríamos siempre del susto.
¿Dios hablará idiomas extranjeros?
¿Entenderá también a los extranjeros?
¿O es que los ángeles están en pequeñas cabinas de cristal haciendo traducciones?"


Parece una visión tierna e infantil, pero va mucho más allá. Este comienzo es una advertencia. La duda metafísica de esta niña de cinco años nos anticipa esa sensación fatídica del exiliado que duda hasta de que en la casa de Dios, más allá de la muerte, encuentre un lugar al cual pueda bautizar verdaderamente como su hogar. Crisis existencial e identitaria. Aglaja es una apátrida, repudiada dentro y fuera de su país. Sin cultura, sin esperanzas y sin ningún tipo de amor carente de interés. Veteranyi nos muestra hasta qué punto puede llegar la mente de un niño de cinco años con una dura existencia sin perder un ápice de verosimilitud. En este primer párrafo se expresa esta idea que será tan recurrente en toda la obra junto a otra: el miedo a su padre, identificado aquí con Dios, como el padre eterno, superior y omnipresente. Aglaja debe reducir a Dios para tranquilizarse,  pero al mismo tiempo es consciente de que este pequeño acto podría restarle un poder para ella tan necesario como el que alguien en el universo pueda alcanzar a comprenderla. Dios, su padre payaso y el Dictador (Ceausescu) son los tres hombres poderosos de su vida. Veteranyi usará estas tres figuras, junto con la de otros personajes secundarios que irán apareciendo para denunciar los abusos de poder por parte del varones sobre la mujer y expresar la idea de que demasiados son los indeseables que han desgraciado las vidas de mujeres a lo largo de la historia, destinadas siempre, por haber carecido de la fuerza física, a un papel pasivo, resignadas. Sin embargo, más allá del catastrofismo y la denuncia feminista, Veteranyi encuentra una cura para la desigualdad, la pobreza y la incomprensión a través de la cultura y del conocimiento de las verdades descarnadas y es aquí donde hallo el por qué de este libro. Es responsabilidad de todos que vidas así no tengan que repetirse. Tenéis otra reseña en Lo imborrable (bastante más completa que la que hoy os traigo y con muchos más detalles sobre la vida de la autora y su padre -que por lo visto viajó a Argentina y llegó de alguna forma a ser famoso- en los cuales no he querido meterme, pero que no dejan de ser hasta cierto punto de interés).




sábado, 20 de octubre de 2018

Santuario, de Edith Wharton






Nos situamos a finales del siglo XIX en la casa de una pareja pudiente del medio oeste americano. Nuestra protagonista es Kate Orme, quien, tras tomar una dura decisión en contra de su moral, se convierte en Kate Peyton. Tiempo después del casamiento -en una elipsis de unos veinte años-, el marido muere, dejando a Kate al cargo del joven Dick, un precoz arquitecto. El chico tiene una rivalidad laboral con otro hombre, mucho más talentoso que él, pero también mucho más pobre. Con él guarda, además, una gran amistad, dentro de la cual, Dick profesa una admiración excepcional por Darrow. Ambos van a presentarse a un concurso de arquitectura que podría cambiar sus vidas completamente. Diseñar el museo principal del condado no es ninguna broma; por ello, van a esforzarse al máximo. El dinero podría sacar de la miseria a Darrow, quien vive prácticamente como un vagabundo, pero también podría llevar a Dick Peyton a conquistar el corazón de la chica que cree amar. Sin embargo, Kate sabe del interés de las intenciones de Clemence. Ella no aceptará a Dick si este no gana. No le importa lo que el joven tenga que hacer para ello. A su parecer, él éxito no entiende de escrúpulos. 

Santuario es una novela breve sobre la lucha de dos fuerzas antagónicas (la mano de obra y el capital) para lograr un determinado fin (para un personaje, alzarse o mantenerse en una posición ventajosa). Habla de la aspiración humana del poder sobre los demás -muy en la órbita de Foucault- y de los acuerdos y desacuerdos sociales que permiten ciertas triquiñuelas para saltarse a veces lo socialmente considerado como ético. Está dividida en dos partes, donde se relatan dos sucesos de polémica moral, pues dejan a unos personajes indefensos ante el peligro y la muerte, mientras otros se aprovechan del esfuerzo ajeno para crecer y mejorar sus condiciones de vida. Sé que sueno muy marxista con esta interpretación, pero la novela se ajusta al dedillo a esta línea crítica. A pesar de no hacer apología político-económica de manera explícita en ningún momento, cuanto más pienso en el argumento más obvio se me hace este mensaje.

Tanto Kate como Clemence Verney esperan el éxito de Dick por encima del de Darrow, a pesar de las pésimas condiciones en las que vive el chico. La victoria de un pobre sobre un miembro de la familia Peyton podría suponer una deshonra, aun cuando todos saben de la brillantez y del cuidado que pone Darrow en sus trabajos. Un dilema parecido sucede en la primera parte, cuando Mr. Peyton se niega a entregar lo correspondiente de la herencia de su fallecido hermano a su viuda por considerar que estos no estaban casados legalmente -aunque luego se demuestra que sí lo estaban y que posiblemente esta decisión se debe al status social de ella-. Ambas acciones traen terroríficas consecuencias tanto para el inocente Darrow como la pobre viuda, quienes acaban, sin duda, mucho peor que como empezaron.

Otro tema, incluso más relevante para Wharton en su novela, es la situación de la mujer en su contexto geotemporal, sobre todo en lo referente a sus obligaciones en relación con el hombre como ente subordinado con poca voz y menos voto. Partiendo de la denuncia, Wharton hace una crítica feminista sutil en Santuario. Kate accede a casarse con Peyton, a pesar de sus actos horribles y su repugnante forma de lavarse las manos de responsabilidades. Tras veinte años, siendo ya viuda, su preocupación principal es el inútil de su hijo con deseos de grandezas y ese romanticismo extremo que saca tanto de quicio. Kate adopta el papel de madre sobreprotectora (seguramente, debido al fuerte impacto del incidente de su cuñada), pues no desea que a su hijo le suceda nada malo y sobre todo, que este no repita sus mismos errores del pasado. Pretende ser el refugio de Dick, su santuario, y defenderlo así de toda la maldad exterior. De ahí, el título de la novela. Wharton denuncia el aislamiento de la mujer en el hogar y destaca como los logros de los machos de la casa (hijos y marido) se convierten en sus propios -y a veces y desgraciadamente únicos- logros. Su función es la de la melancólica consejera, resignada, incapaz de cambiar nada con sus propias manos. Cuando el marido muere o sus hijos no son capaz de socorrerla, si no tienen dinero, están totalmente perdidas.

Mi idea preconcebida de la narrativa de Wharton esperaba una novela bastante más intimista de lo que luego me he encontrado. Los personajes no se encierran tanto en sí mismos como había imaginado y eso es algo de agradecer. Edith Wharton es desgraciadamente una autora encasillada en un tipo de escritura con muchos prejuicios: la narrativa intimista femenina. Como escritora me ha sorprendido gratamente. En Santuario hay una belleza de diálogos (especialmente hermoso es el final) y una descripción muy compleja y fiel de la psicología humana. Lo he elevado tras mi lectura a uno de mis libros favoritos para ejemplificar el dialogismo interno, es decir, ese cubrirse las espaldas en el discurso para evitar qué pudieran pensar los demás. Mi edición de Impedimenta cuenta también con un prólogo muy enriquecedor de Marta Sanz. Podéis leerlo antes de empezar, pero es recomendable hacerlo (o volver a hacerlo) después. Mejora mucho la experiencia y merece la pena.




miércoles, 10 de octubre de 2018

Las diez mil cosas, de Maria Dermoût




Mi primer contacto con la literatura holandesa se produce a través de la lectura de Las diez mil cosas de Maria Dermoût, considerado en el prólogo, por Hans Koning (su editor), como uno de los libros con mayor calidad literaria de la escritura en neerlandés del siglo XX. Aunque Koning habla de novela, Libros del Asteroide nos advierte de que este libro es recomendable leerlo como un conjunto de relatos. Y lo cierto es que Las diez mil cosas no es ni una cosa ni otra, sino una mezcla creativa de ambos géneros, aparentemente deslavazada en un primer momento, pero remediada con un gran don poético en su parte final, la cual goza de una extraordinaria belleza.

Dermoût tira un poco de su infancia vivida en las colonias orientales holandesas (Indonesia) y nos construye el paisaje natural de una isla perdida de las Molucas donde, salvo unos pocos europeos, la mayoría de la población es de origen chino, africano o malayo. En este lugar seguiremos un drama familiar que tiene al personaje de Felicia como protagonista. Ella es la nieta de la señora del Pequeño Jardín, una finca situada en la bahía interior de la Isla que gozó de tiempos mejores cuando el comercio de especias había estado en alza (siglo XIX), pero que se ha ido empobreciendo con el paso de los tiempos y con numerosas desgracias de una sospechosa índole sobrenatural. En la finca, Felicia vive con su abuela y sus padres, y descubre con ellos las maravillas de la Isla, que se nos irán presentando con toda la ternura y la curiosidad de una niña de su edad. Sin embargo, tras un tiempo, sus padres deciden volver a Holanda para vivir una vida mejor y abrirle la posibilidad de tener estudios a Felicia. Su abuela no la deja marcharse sin darle antes una reliquia familiar (la serpiente del carbunclo) y profetizar su regreso dentro unos años. Felicia, efectivamente vuelve a la Isla, pero no viene sola. La acompaña su hijo, Himpies, y todo un lastre de pobreza y vergüenza tras ser abandonada por su pareja, un holgazán y un ladrón, que habría vendido todas las pertenencias de Felicia para poder escapar de Holanda. La protagonista se verá ahora en la dura tarea de reponer su nombre y se encontrará con que el Pequeño Jardín ya no es tan seguro como recordaba. Los dos presagios de su abuela se habían cumplido de esta forma. El primero de ellos, la ironía de su nombre, aún tenía mucho por delante para aguarle la existencia.

Como comprenderéis rápidamente por la sinopsis, esta "novela" trata de la (des)colonización desde el punto de vista holandés y de la independencia de la mujer forzada por causas externas a ellas, provenientes principalmente del trato masculino. Sin embargo, la historia no se detiene en clichés y en luchas de este estilo por muy necesarias que estas sean. Va mucho más allá y aspira a rozar temas lo más trascendentales posibles. El punto de mayor interés y el motor principal de los acontecimientos es aquí la muerte provocada, o lo que es lo mismo: el asesinato. No por ello, Dermoût adopta los esquemas de la novela negra, por mucho que este género haya explorado la problemática, pues para la escritora el encontrar a los culpables y sus motivos carecen de interés. Por extraño que parezca, adopta una postura antibélica (de necesidad de poner fin a una violencia inexorable). Tras la muerte de numerosos seres queridos, Felicia se transforma en una ferviente luchadora contra el homicidio voluntario y reflexiona arduamente sobre la absurdez que encuentra en él. El título, Las diez mil cosas, hace referencia a esta actitud tomada por Felicia, pues en la Isla en la que vive, los habitantes se despiden definitivamente de sus seres queridos enumerando las cien cosas agradables que esperan que ellos encuentren en el más allá. Es una despedida personal, íntima, y tiene una solemnidad inquebrantable dentro del microcosmos de la Isla. Este curioso ritual es, además, el que entronca con los tres "relatos" localizados en la parte tres de la novela (La bahía exterior), donde se nos narran diferentes asesinatos sucedidos en el mismo año dentro de la Isla y que no guardarán relación entre sí hasta el final, convirtiendo a la muerte provocada en un acto natural, triste, pero no por ello exento de belleza y significado.

Partiendo de esta particularidad es de entender que las enumeraciones y las descripciones deban tener un peso importante en la trama de una historia como esta. Por suerte, están trabajadas minuciosamente por la escritora para mantener el ritmo de cadencia, de lirismo y elegancia que se requería. No sé cómo sonará en el original, pero algunas partes de la traducción me han parecido casi hipnóticas. Para que os hagáis una idea, os dejo tres párrafos donde se describe el escenario al que arriban Felicia y su hijo cuando esta regresa a la Isla:

"Aún no había mucha gente en las calles, pero los que se cruzaban con el coche se detenían a mirar y saludar.
La niebla empezaba a levantarse. Por todas partes había árboles muy altos con espeso follaje, hasta el borde como en los muros de la fortaleza, crecían la hierba y la maleza, y algunos arbustos. El mundo entero parecía de un verde intenso aquella mañana, y por entre los troncos de los árboles, tan poco espaciados, se veía a cada momento la rielente agua de la bahía con los reflejos plateados del sol... Más arriba aparecía, inmóvil, la ondulante y oscura costa de la otra playa, y aun más arriba, un cielo aún luminoso.
En el prao los esperaba un prao alado, y otro pequeño para el equipaje, con remeros y un timonel."


La naturaleza está representada en toda su belleza amenazante. Nos recuerda que la fragilidad también puede enseñar sus dientes y que siempre nos abandona, nos deja solos ante el peligro. Lo curioso es que las desgracias que se viven dentro de la Isla y su ley natural no se presentan en contraposición a las de fuera, sino en conjunto. El microclima de la Isla (retratado en el noventa por ciento de la "novela") es solo una pieza de un escenario mucho mayor, más grande y más verde, porque ese verdor se alimenta de todos nosotros, de nuestras energías, esperanzas, deseos, frustraciones y sueños. En este punto le tengo que dar la razón a Koning, Las diez mil cosas es mucho más universal de lo que pudiera llegar a parecer por su limitada visión y espacio. De hecho, la incursión de los relatos intenta de alguna forma ampliar el mensaje que al principio parece tan ligado a la tierra que Felicia pisa. El tema de la naturaleza está íntimamente ligado aquí con la maternidad y el crecimiento vital, así como con el fin de la existencia terrenal. El amor materno y el amor romántico se convierten en impulsos que mueven a los personajes a actuar para crecer o acabar con el crecimiento de quienes les rodean.

Sin embargo, no todos son alegrías. Las diez mil cosas tiene una estructura atípica y eso le pasa factura, porque descoloca al lector. Cuando comencé a leer la tercera parte, donde se introducen estas tres historias que nada parecen tener que ver entre ellas, me sentí desplazado e incluso engañado. La inconclusión de la historia de Felicia me extrañaba y no llegaba a comprender por qué Dermoût detenía a este personaje para contarme las desdichas de otros tantos nuevos con los que solo compartía el geoespacio de la Isla. La escritora cambia incluso su estilo: comienzan a predominar los diálogos sobre las descripciones, las enumeraciones bellísimas desaparecen y dan lugar a situaciones con mucha más acción (¡cuándo nadie se las pedía!),... Por eso, aunque aguantar hasta el final "mereció" la pena, por decirlo de alguna forma, sigo sintiendo como si el libro cojease. La tercera parte podría haber estado intercalada con las dos primeras sin muchas dificultades, les habría aportado dinamismo y la narración resultaría mucho más natural e integrada. Comprendo la decisión de esperar hasta el final para ir introduciendo ese estilo fantástico -insinuado en la tercera parte y totalmente desplegado en la final-, pero no era en absoluto necesario y, por desgracia, afecta con suficiente fuerza a la fluidez y al ritmo que se seguía hasta ese momento. 

A pesar de estos peros, he de señalar que mi impresión tras la lectura ha sido bastante positiva. Maria Dermoût era una escritora minuciosa, poética y muy empática. La teluridad de su estilo me ha recordado, salvando las distancias, a Cesare Pavese y la belleza de su amplio léxico y su gusto por las historias que parecen íntimas me ha traído a la mente a autoras como Ana María Matute y María Teresa de la Parra. La ambientación escogida, por otro lado, me ha recordado muchísimo a Paisaje con reptiles, de Pilar Pedraza. En definitiva, nombres que para mí representan un cierto aval a la hora de leer, más allá de los gustos personales de cada uno. No he encontrado más reseñas en mi blogosfera habitual ni fuera de esta. Tenéis por ahí varias entradas de prensa, aunque siempre he tenido mis serias dudas con la sinceridad de la prensa literaria, así que os dejo a vosotros la tarea de buscar otras impresiones para poder contrastarla con la que hoy os ofrezco.

PD.: Ante la petición de Keren Verna en la entrada anterior, he decidido revisar mi reseña de Por qué se cuece el niño en la polenta para ver si puedo mejorarla hasta el punto en el que yo me sienta a gusto publicándola. Un saludo y felices lecturas.


sábado, 6 de octubre de 2018

Los restos del día, de Kazuo Ishiguro




Mr. Stevens ha sido el mayordomo principal del Darlington Hall desde que tiene uso de memoria. La mansión en la que trabaja fue el punto de reunión de algunos de los políticos y personajes más influyentes de Gran Bretaña y Europa durante los años 1930, pero cayó tan en desgracia como las ideas de su anterior propietario, un Lord Darlington que, sin mucho conocimiento y llevado por la pasión y el interés, decidió apoyar en la sombra al nacionalsocialismo alemán. La historia del diario de Mr. Stevens nos sitúa poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial y de la venta de la vivienda con todo su personal a un nuevo rico estadounidense, Mr. Faraday, quien tratará de hacerlo todo a la "americana". 

Faraday es un hombre de negocios que siempre ha soñado con tener su propia mansión en tierra inglesa y que no dispone del potencial económico ni del conocimiento de las normas de cortesía inglesas de este momento. Tutea a Stevens, le cuenta chistes y le gasta bromas a las que el mayordomo no está acostumbrado. No duda en despedir a la mayor parte del personal y en relegar casi todo el trabajo en nuestro protagonista. No es un gran señor, como Lord Darlington, y eso lo hace más humano, pero también más incomprensible para un mayordomo que, cargado de un trabajo que él considera indigno de su status, no puede evitar recordar esos viejos tiempos de cuando tenía la imaginaria certeza de albergar en sí una importancia trascendental para la polítca mundial. Por ello, justifica su decisión de aprovechar por primera vez en su vida sus días libres con el fin de viajar al remoto pueblo donde reside su anterior ama de llaves, Miss Kenton. Ella ya no se llama Miss Kenton, debido a una boda de hace mucho años, pero Stevens la sigue recordando como tal. 

De esta forma nuestro mayordomo recibe el permiso de Mr. Faraday, una ayuda económica y su coche en calidad de préstamo. Por supuesto, como todo buen personaje de Ishiguro, la excusa para Faraday es completamente diferente de la excusa que Stevens da a Miss. Kenton y esta a su vez es completamente diferente de la excusa que Stevens se da a sí mismo para realizar este viaje. Porque Stevens es un personaje donde se explota lo que Bajtín llamó "dialogismo interno" en sus escritos sobre Dostoievski. Dicho esto en cristiano, es un tipo que siempre se está justificando a sí mismo y, a veces a los demás (dialogismo externo) por el "no fueran a pensar que yo". Stevens es un hombre que cree haber servido a un fin mayor solo porque un día le sirvió una taza de té a Winston Churchill; no se da cuenta de como ha desperdiciado su vida personal de una manera tan absurda. No puede asimilar los errores de sus decisiones (que lo han ahuyentado de una vida, si no más feliz, al menos más tranquila). Y, por supuesto, no es capaz de soportar que Miss Kenton (su amor secreto) se haya casado con otro por no esperarle. Stevens sigue enamorado de Miss Kenton (aunque él lo niegue) y, muy probablemente (no se nos permite saber hasta qué punto, pues es el diario de viaje de Stevens lo que leemos y eso nos da la continua sensación de ver a una ama de llaves algo sesgada, parcializada e interesada); pero aún así, muy probablemente, digo, Miss Kenton amó y sigue amando en el tiempo presente de la novela al serio y pudoroso mayordomo. Eso sí, también se desprecian mutuamente por el comportamiento tomado por cada uno y esta toxicidad me parece tremendamente humana por la sutilidad con la que Ishiguro la introduce a través de la pluma de Stevens.

La novela parte en un punto en el que la ambición personal de Stevens lo ha perdido para la vida terrenal. Su status se ha esfumado tras la caída de su amo y protector. Amparado en la fidelidad, un ignorante Stevens con aires de grandeza se dejó guiar por las ideas que entraban en Darlington Hall y no supo ver la maldad de ellas, pues estas venían camufladas con el olor de perfumes caros y trajes hechos a medida y a la última moda europea. Creía y seguirá creyendo durante buena parte de la novela en que la "dignidad" del buen hombre es dejarse conducir por las ideas de lo que él considera "hombres mejores". Con una vida completamente anulada e invertida en balde, Stevens inicia su viaje hacia Miss Kenton. Ella constituirá una especie de faro a lo largo de la novela; no parará de intentar despertar al mayordomo de sus perniciosas ensoñaciones. O dicho en términos de la crítca psicoanalista, el subconsciente de Stevens que desea cobrar fuerza encontrará en Miss Kenton una imagen que lo mueva a ello. Gracias al personaje del ama de llaves, imprescindible aquí, Ishiguro crea una mezcla curiosa entre la novela del recuerdo y la road story, donde juega un papel muy especial la lectura del joven escritor de En la carretera de Jack Kerouac. Lejos de la temática adoptada, la estructuración tiene unas reminiscencias que yo veo muy claras al menos.

Pero el viaje de Stevens hacia Miss Kenton se volverá un viaje hacia uno mismo y, en este sentido, Los restos del día tiene bastante de Bildungsroman (o novela de formación) porque le sirve al personaje para crecer y para dar el giro más importante de su vida. Para ello, obviamente, Ishiguro se ve obligado a que Stevens exponga su pasado a modo de justificación de sus actos y de los de su muy admirado señor Lord Darlington, prototipo del noble inglés del primer tercio del siglo XX. Poco a poco Stevens se dará cuenta de su error de desear ser el verdadero Lord Darlington o al menos de resultar tan imprescindible como él, un imposible que lo habría hecho un infeliz durante toda su vida.

Tras leer esta novela, entiendo que le dieran el Premio Nobel a Ishiguro. En sí misma, Los restos del día es una maravilla de narración y justifica hasta cierto punto por sí sola buena parte de las alabanzas que se vierten sobre ella. Sin embargo, cuenta con un par de problemas que el escritor podría haber evitado.  El primero de ellos es el poco carisma de Mr. Stevens, un personaje totalmente outsider del mundo ajeno a los grandes banquetes que se daban en el Darlington Hall, incapaz de interpretar correctamente las emociones de los demás ni las intenciones o el humor de quienes le tratan. Mr. Stevens es un personaje tan humano (por su complejidad psicológica) y, al mismo tiempo, tan poco humano (por su inutilidad a la hora de adaptarse al entorno social), que o disfrutas de él, como me ha pasado a mí, o le abandonas (y con él al libro) por cansino e insípido. El segundo problema viene un poco de la mano con el tipo de discurso adoptado: el diario a través del cual se une el presente del viaje con los años de servicio dentro del Darlington Hall. Aunque normalmente las conexiones mediante ideas o sensaciones entre pasado y presente suelen estar traídas a cuento, no siempre es esto así a lo largo de toda la novela. Hay momentos que se sienten un poco metidos con calzador y otros que no llevan a ninguna parte.

No obstante, es conveniente dejar de hablar de lo errático, para retomar lo extraordinario de Los restos del día. Para mí lo mejor de esta novela es su narrador: Stevens. Con Stevens me voy dando cuenta del tipo de narradores que le gusta a Ishiguro: personajes con una sinceridad como mínimo cuestionable, por no decir: bastante por los suelos. ¡Cuando Stevens se excusa suena tan pretendidamente falso! ¡Pero tan pretendidamente falso! Resulta, de veras, complicado crear un narrador que, dentro de su universo, te mienta de la forma en la que lo hace Stevens. El escritor te deja las pistas suficientes para que sepas que te miente y para que puedas lanzar especulaciones de por qué te miente, especulaciones cada vez más concretas con el paso de las páginas hasta llegar a un más que satisfactorio final. Muy en la línea del autor. En El Lamento de Portnoy tenéis una entrada magnífica sobre este tema.

Me gustaría añadir, además, que esta es la primera novela de Kazuo Ishiguro que leo sin que haya ninguna referencia de peso a su ascendencia japonesa y no me esperaba lo que me encontré. Ishiguro lleva en Gran Bretaña desde los 6 años y, aunque es culturalmente hablando un tipo muy inglés, no me lo hubiera imaginado -después de leer sus trabajos anteriores- capaz de crear a un personaje tan arquetípicamente inglés como Mr. Stevens. De verdad, me parecía tan lejano a él, que me he sorprendido y gratamente. Como último apunte, me gustaría destacar también lo que parece ser una tónica habitual en las novelas de Ishiguro: los personajes con ideologías de extrema derecha que se vieron obligados a alterar sus discursos, si no de forma privada, al menos de forma pública, para no ser marginados tras la Segunda Guerra Mundial. Aquí encontramos estos modelos de personajes tanto en Mr. Stevens como en Lord Darlington (mucho más en este último). Ya aparecía un personaje con un ligero papel secundario en Pálida luz en las colinas y el protagonista de Un artista del mundo flotante coincide totalmente con estas características. He leído reseñas sobre otras obras de Ishiguro también protagonizadas por personajes en esta línea, lo cual me encaja bastante con su tipo de narrador predilecto. Como me ha gustado mucho Los restos del día, es posible que vuelva a leer a Ishiguro antes de que acabe el año. Estoy ahora mismo entre Nunca me abandones y Cuando fuimos huérfanos. Si ya habéis leído cualquiera de los dos, os agradecería muchísimo vuestra recomendación. Tenéis más reseñas en el blog de Keren Verna, Un libro al día y La antigua Biblos.

Reseñas de otras obras de Kazuo Ishiguro en esta esquina: Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante,





PD. I: Quisiera agradecer a mi amigo Toni sus interesantísimas apreciaciones sobre esta novela, las cuales me han ayudado a disfrutar mucho más de ella.

PD. II: Lamento no haber subido ninguna reseña a este espacio desde hace casi un mes. No me he encontrado muy bien anímicamente para leer y nada de lo que encontraba me entusiasmaba lo suficiente para acabarlo. La excepción ha sido Por qué se cuece el niño en la polenta de A. Veteranyi, cuya reseña quería publicar, aunque no me convence mucho la calidad de la misma. Si alguien quiere que aparezca por aquí porque puede resultarle útil o tiene interés por la novela en cuestión, que me lo comunique en el cajón de comentarios. Con esto me despido ya. ¡Muchas gracias por pasaros y felices lecturas!