sábado, 12 de septiembre de 2015

A este lado del paraíso, de Francis Scott Fitzgerald




Ya comenté hace unos meses mi interés por volver a leer algo más de Fitzgerald este verano. Los que me conocen saben que es un autor que tengo en alta estima, a pesar de que lo que yo había leído de él hasta la semana pasada se venía reduciendo al famosísimo cuento de Benjamin Button, al clásico, leído y releído, de la “era del jazz”, El gran Gatsby, y a la que sigo considerando una de las más logradas obras que he podido disfrutar jamás, Suave es la noche. A pesar de que todas las obras contienen algo así como una esencia propia, son demasiados los puntos que guardan en común, temas recurrentes con estructuras no muy disímiles que tienen la virtud de resultarme interesante. Estos elementos ya aparecen perfilados en la que sería su primera obra, su primera novela, que es la que nos toca comentar hoy. 

A este lado del paraíso parece ser, una vez más, una obra de Fitzgerald con mucho tinte biográfico, algo que no deja de ser meramente anecdótico. Fitzgerald se crea una suerte de alter ego en la figura de Amory Blaine, nuestro protagonista, el cual logra triunfar, a diferencia del escritor, para luego fracasar y sentir como sus principios decaen al mismo compás vertiginoso que sigue el dinero de su herencia, que no es capaz de administrar como es debido. Amory Blaine representa tanto la caída de la clases pudientes como la de la juventud norteamericana tras la Primera Guerra Mundial –esa que llamaron la de la “generación perdida”- como la del propio Fitzgerald que, al igual que Amory, no es consciente de su egolatría y aspira a cimas que no puede alcanzar por más que se lo proponga. 

“Siempre, cuando se acostaba, oía voces: voces indefinidas, apagadas, fascinadoras, que venían del otro lado de la ventana para sumirle en uno de sus sueños favoritos: llegar a ser un gran jugador o el general más joven del mundo, condecorado por su acción en la invasión japonesa. Siempre se trataba de lo que llegaría a ser, nunca de lo que era. Éste era otro rasgo característico de Amory.”

La novela, que para lo que dice puede resultar bastante extensa, nos narra toda la vida de Amory hasta un momento de crisis definitivo cuando éste tiene unos veinticinco años de edad aproximadamente. Esto permite un leve retrato de las costumbres de las clases más altas, que siempre fueron admiradas por Fitzgerald y muchos de sus personajes, durante los últimos años del s.XIX y comienzos del s.XX, muchas veces no necesariamente agradables y basadas principalmente en la ruptura con lo moral de forma intrínseca y en el mantenimiento de una apariencia impecable a través de la mudez que deriva del poderío económico. Un detalle muy interesante es como el narrador sugiere en varios momentos de A este lado del paraíso que un Amory todavía adolescente mantiene algún tipo de relación sexual con su madre, a la que nunca llama por su nombre y siempre habla desde el punto medio de la distancia y la estrechez en el que se producen este tipo de relaciones. De la misma forma, Rosalind, otro de los personajes mantiene relaciones con varios hombres sin estar casada arreglándoselas para ocultarlo y que nada de esto se convierta en motivo de escándalo. 

Un aspecto muy interesante en la novela es la fuerza del dinero y del éxito en la vida, en las relaciones empresariales y sociales. El deseo imperioso de destacar en todo le lleva a Amory a un esfuerzo que comienza ya desde que es muy pequeño en Minneapolis cuando descubre que lo importante para ser popular es ser de los mejores en materia de deportes y decide salir casi cada tarde a esquiar para fortalecer sus músculos en desarrollo. Al mismo tiempo se va forjando en él un interés por lo intelectual y más en concreto por lo específicamente literario y lo poético; no vamos a parar de leer poemas escritos por Amory a lo largo de la obra, algunos de los cuales son, para desgracia del lector, bastante malos. El entrenamiento de la fuerza física y la fortaleza mental lo llevaran a la búsqueda de logros tales como ser el capitán del equipo de fútbol de la universidad de Princeton y el redactor jefe del famoso periódico universitario The Princetonian. A partir de la consecución de esto vendrá una decadencia vertiginosa que no cesara hasta el final y que se potenciará con un futuro precario tras la guerra, la muerte de familiares y la forma de derrochar el dinero de su madre los últimos años de su vida, lo cual lo deja con una minúscula herencia con la que no podrá comprar el amor de Rosalind, la mujer que ama, que no parara de recordarte que ama desde que se la encuentra. Rosalind, por su parte, es de clase alta y, al igual que Amory, siente que se ama más a sí misma que a los demás, y por ello lo abandona por otro pretendiente que puede darle muchos más lujos. El concepto del desengaño y del sentido del amor como algo doloroso es una constante en las otras dos novelas de Fitzgerald que he podido leer, así como en su vida misma. Esto es una de sus tesis que más me conmueve cuando lo leo, atrapándome e impidiendo cualquier intento por mí parte de escapar.

Aunque jugar con esas ideas no tiene nada que ver con que una novela esté o no bien escrita. Fitzgerald es Fitzgerald, pero es fácil diferenciar la escritura de A este lado del paraíso de la de sus novelas posteriores, mucho más perfectas. En A este lado del paraíso, en un esfuerzo por captar la esencia de la vida misma, combina lo cómico y lo trágico de la existencia con leves toques de idealismo y romanticismo en el alma de sus personajes, que viven, ríen, actúan, sueñan y se chocan con la realidad, aceptándola como Tom D’Invilliers o rechazándola como Amory Blaine. Puede que luego Fitzgerald evolucione a un estilo que favorezca mucho más lo trágico, pero parece que en A este lado del paraíso aún existe un leve gusto por la vida en los primeros flirteos de Amory con el sexo opuesto aún en Minneapolis o cuando se escapa a la playa con su amigos de la facultad casi sin un duro encima. En este sentido se aproxima mucho a El curioso caso de Benjamin Button y no tanto a El gran Gatsby. Otra cualidad que lo hace más juvenil que Gastby es su juego con los registros y la presentación de (casi) todos los géneros en una única obra –prosa novelesca, poesía, escenas teatrales, cartas, citas- lo que va muy en consonancia con las ideas vanguardistas de la época de ir más allá de los límites establecidos por los géneros mismos y que me ha recordado mucho, salvando las distancias, a la prosa de Manuel Puig en Boquitas pintadas. Estos experimentos formales pueden acabar muy bien siempre y cuando el escritor sepa mantener un control sobre lo que escribe y equiparar el nivel de calidad de los géneros y registros que emplea, sabiendo cuándo y cómo emplearlos. En A este lado del paraíso da la sensación de que Fitzgerald peca de incapacidad para hilar un buen poema y muchas veces entra en un registro cursi e innecesario que no llega a aportar nada de valor y que incluso nos puede llevar a rechazar la obra a lectores más avezados. 

Todo esto, añadido a su extensión, a la que parecen sobrarle páginas, hace que dude acerca de cómo debería valorar la obra. No creo que sea una buena novela para empezar a leer a Fitzgerald y es más, si no te ha gustado El gran Gatsby, te recomendaría directamente ignorarla. Si ocurre lo contrario quiero pensar que es una obra interesante para ver cómo desemboca la escritura de Fitzgerald en sus obras maestras, cómo se gestan sus temas recurrentes y demás, aunque poco más que eso. Se queda algo debajo de las expectativas generadas.

Tenéis otras reseñas de A este lado del paraíso en Club de catadores (donde han querido ver cosas que yo no) e Inkoherence (donde, a pesar de ser más escueta, se aproxima bastante a lo aquí expuesto). 

Reseñas de otras obras de Fitzgerald en esta esquina: El crucero de la chatarra rodante

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