viernes, 27 de noviembre de 2015

Los pistoleros del eclipse, de Munir (a secas)




Como no tengo una buena cámara de fotos, normalmente cuando voy a escribir una reseña, la imagen de la portada del libro que siempre la precede suele estar sacada de otras páginas (o bien de compraventas de libros de segunda mano (o bien de la página misma de la editorial)). Para encontrar dicha imagen tengo por costumbre usar el buscador de Google y teclear el título del libro (y si no (sólo si no) aparece le añado el nombre del autor). Lo cierto era que antes de leer una página del libro el título ya me parecía bastante poético. Qué sé yo. Me parecía elegante y hasta romántico, qué leñes. ¡Los pistoleros del eclipse! Era un título que me remitía a los enfrentamientos típicos entre caballeros que se idealizaron en la sociedad europea de comienzos del s.XIX por asuntos de afrentas que debían ser saldadas a vida o muerte a la hora del alba, que encontraba sus anclajes en obras renacentistas y que habían dado para tanta y tanta literatura. Además, en la portada había un bosque, un poco desconcertante con ese caracol ahorcado, pero a fin de cuentas un bosque, caramba. ¡Un lugar clásico para este tipo de combates a cara o cruz! De la misma forma que el suicidio constituía un tema recurrente en este época, y si no baste recordar a Werther. Todavía no había abierto el libro. Sabía de él poco más, me habían advertido que no tenía comienzo ni final. Yo no sabía si me inquietaba más este dato o el extraño dibujo del caracol ahorcado. Luego lo abrí, lo leí y descubrí lo terriblemente malo que soy para lanzar hipótesis. Una vez lo acabé, cuando busqué una imagen del libro en Google no me sorprendieron los enlaces de Youtube que aparecieron (donde todos ellos remitían a vídeos de distinta de duración en la que un grupo de (digamos) zagales jóvenes que esperaban en un control policial tras una noche de fiesta que debió de ser desenfrenada esnifando cocaína y fumando porros hasta que más allá del amanecer (como si se tratase de un relato de Yasutaka Tsutsui) les llegase su turno). Uno de los chicos amenazaba con sacar una pistola y disparar al periodista (o al policía creo (o a alguien (qué más da))) si le seguían tocando las narices. A fin de cuentas me equivocaba, pero no demasiado: ese control era una afrenta a la vida en libertad (en cuestionable libertad) total que exigía para sí mismo el joven. En lo único en lo que me equivocaba era, pues, en el contexto, en el escenario y en un par de detalles más. La obra de Munir nos acercaría a un microcosmos muy cercano al que nos muestra la cámara de Callejeros con personajes que cometerán, uno tras otro, numerosos actos de rebeldía contra lo que consideren un reto para su juventud (especialmente organismos de poder (que quedan en varias ocasiones retratados como elementos particularmente ridículos)). Se harán pasar por personas deprimidas para adquirir psicofármacos de manera casi gratuita y así alimentar una adicción autoimpuesta, llenaran todos los carteles de Madrid con el símbolo de Vodafone como forma japonesa de protestar frente al cambio de nombre de la Estación Plaza del Sol, y así un continuo etcétera que no quiero desvelar debido a la brevedad de la obra.

El libro es lo que es: autoficción. No es un género que me apasione demasiado por las limitaciones y el carácter tremendamente personal y cerrado que suele poseer. Además, tampoco se puede decir que sea excesivamente innovador Munir a la hora de redactar las poco más de cien páginas que tiene su suerte de novela. La ausencia de comienzo y final (o la colocación estratégica de espacios) no es algo que no haya visto hasta ahora. De hecho, ya había reseñado una obra aquí que seguía un modelo muy similar en este sentido y que ganó un Nadal en 1996 (me refiero a Matando dinosaurios con tirachinas de Pedro Maestre), donde su autor escribía sin colocar un punto en toda la narración (no llega a dicho extremo, Munir) en un frase ya comenzada, que no iba a terminar jamás, porque aquella frase era, a fin de cuentas, un reflejo alegórico e insustancial de su vida y si él seguía escribiendo era porque seguía viviendo. Quizás la ausencia de comienzo y de final en Los pistoleros del eclipse se deba a otros motivos, quizás el escritor sólo pretende generar incertidumbre, lograr que nos hagamos la preguntas de qué, cómo, cuándo o por qué. Podemos (y, de hecho, debemos) intentar rellenar los huecos, aún a sabiendas de que lo que nosotros coloquemos en esos espacios no vale nada, de la misma forma que tampoco nos es difícil imaginar que gran parte de lo que nos ha dicho Munir en su diario fragmentado es ficticio, aunque no sepamos qué lo es y qué no. 

Otro aspecto interesante del libro es su concepción fragmentaria, su asimilación y su reafirmación de que la realidad sólo puede expresarse en concreciones, en momentos que van y vienen. El problema de esta fragmentación es que supone numerosas elipsis del contenido del texto, lo que nos lleva a un resultado final poco sólido. Esto sería muy achacable en otro tipo de novelas, pero quizás no en ésta, que pretende de por sí ser lisérgica, rebelde y obtusa, sin pretensiones de hacer ningún tipo de concesiones al lector. En definitiva, una quimera. Es una obra que está muy en la línea, por su rabia juvenil plasmada con fuego neovanguardista, de un celso castro (así en minúsculas, como a él le gusta), lo cual resulta bastante positivo, a pesar de que muchas veces su intento de un transcendentalismo mayor y de reflejo del gusto por la decadencia weird , en ocasiones sofocante y pesado, me recuerden demasiado a Foster Wallace, que, a partir de lo que leí de su puño y letra, no me cayó muy en gracia. 

Pero más allá de todo esto, Los pistoleros del eclipse es una historia de una amistad (o de algo más) estrambótica sólo concebible en nuestro siglo, o más bien de la decadencia y los motivos que precipitaron dicha decadencia de esa amistad entre el autor-protagonista y Gonzalo Ruiz Suárez, que también es escritor en la vida real y pertenece al mismo grupo literario según he podido investigar después. Los avatares de esta relación en la que parecen medias naranjas y el sentimiento del cruce de unos límites que nunca debieron cruzarse precipita en cierto modo esta caída en el rechazo de G hacía M y se convierte en el motor central de la novela, que intenta darle forma, desafiando a los mismos desafíos formales a los que el escritor recurre.

Sin embargo, lo que más me ha podido gustar de la obra es una especie de cuento que aparece inserto casi al final y que demuestra que Munir es mucho mejor hablando de otros que de sí mismo, aunque sea añadiendo elementos ficticios edulcorantes, y aunque hablar de otros no sea más que una forma diferente de hablar de uno mismo. Lo dicho, el libro no es malo, pero tampoco una maravilla. Está bien como todo y propone una escritura interesante (con (muchos paréntesis (por todas partes (así) que creo que se me ha debido de pegar algo))). Además de contar con algún que otro momento de humor bastante ingenioso que no va más allá (no como lo de los paréntesis). Lo importante es que el escritor posee un estilo muy característico y nada falto de calidad, por lo que creo que quizás debería afinarlo un poco más y superar la autoficción, para quedarse sólo con la ficción, y no complicarse mucho la vida. Como es joven y parece que escribirá más obras estaré pendiente cuando aparezca algo nuevo suyo publicado.




martes, 24 de noviembre de 2015

Los muertos, de Jorge Carrión




Lo que empieza como una novela ucrónica de ciencia ficción se retuerce dentro de sí misma una y otra vez hasta llegar a sorprender al lector y llevarlo de la mano a caminos inesperados e inexplorados (o por lo menos con maleza todavía) por la narrativa actual (especialmente por la española, que se centra mucho más en saciar su problemática local que en aspirar a la resolución, o al planteamiento de preguntas, algo más universales) hasta el día de hoy. Un hombre se materializa sin recuerdos en el charco de un callejón de una especie de Nueva York retrofuturista de 1995 y, tras recibir una paliza por jóvenes de extrema derecha, es acogido en su casa durante unos días por un tal Roy. El Nuevo comprenderá pronto que deberá vagar solo en un mundo en el que las personas no nacen, en el que los videntes leen el pasado y no el futuro y los Viejos ciudadanos aprovechan la ingenuidad de los recién llegados como él para explotarlos de manera brutal. El mundo de los muertos se construiría como un falso espejo de la realidad en la que vivimos en el más allá. O eso es lo que podríamos pensar al devorar las primeras páginas. Los muertos sólo pueden conocer su pasado a través de las predicciones y visualizarlo gracias a las continuas interferencias que les cruzan la mente. Roy, que se acuesta con su vecina, la psicóloga Selena, a veces se siente culpable al saber que en una vida anterior amaba a otra mujer. Selena, que siente que en otra vida fue madre, decide adoptar, convenciendo a Roy para ello, a la joven Jessica que se ha materializado en el charco, aún a sabiendas que tampoco es su hija. Un grupo de personas que creyeron haberse conocido en la vida pasada se reúnen entre sí para encontrarse a sí mismos, descubrir mejor qué hicieron en el pasado y si merece la pena repetirlo. A este grupo pertenecerá nuestro Roy y quizás también El Nuevo, por lo que Roy deberá emprender una búsqueda por toda la metrópolis hasta dar con el extraño personaje que hace apenas unas horas ha puesto de patitas en la calle.

Carrión sigue a la escuela posmodernista norteamericana en su crítica a los mass media y a la sociedad consumista del capitalismo real de los cuales ni muertos parece que podamos escapar. El jornal de un mes sólo para saber tres palabras acerca de tu pasado consistentes en poco más que un nombre, lo que repercute en tu nivel social, y un par de detalles mal esbozados y muy inconexos, puede ser un ejemplo de ello. El empeño del Nuevo por conocer su pasado, condicionado por el grupo, y su ansia de vivir el presente –no en vano invertirá su primer jornal en perder la virginidad en este nuevo mundo en un burdel de la periferia- supondrán una tensión que lo someterá tanto a él como al resto de personajes, que dudarán constantemente entre avanzar y retroceder, hasta el descubrimiento y la resignación de que todo retroceso resulta de una renuncia al presente y por tanto de una pérdida de éste. Carrión también critica las desigualdades sociales y económicas de las sociedades capitalistas actuales cuando distingue, por un lado, a los habitantes de la Casablanca y, por otro, a los miles de Nuevos inadaptados que transitan por los túneles del metro como entes sin identidad, incapaces de enfrentarse al mundo, o bien explotados en las fábricas, al amparo de un sistema legal que prefiere mirar hacia otro lado. Si bien los muertos no pueden volver a morir, un disparo en la frente supone un proceso de reestructuración de la carne que puede implicar varias semanas de un dolor punzante. Esto le permite a Carrión sugerir ciertas escenas de temática grotesca, en las que no se recrea más de lo necesario. Es así como la violencia corre por las calles con mayor ímpetu que en la sociedad en la que vivimos. 

Carrión reparte ciertas dosis de violencia de forma justificada a lo largo de toda su obra, así como replantea el tema del luto y de la pérdida y reencarnación en otro mundo como continuación de la vida con aparente borrón y cuenta nueva. Aun así las interferencias (repentinas visiones que duran segundos) del pasado no tenderán a ser agradables y muchas veces, como en el caso del fiscal McClane y otras personas, incluso apocalípticas. El miedo a que el horror masivo del pasado se repita en el presente es una constante en la obra, así como en muchos personajes es todo lo contrario, la búsqueda de ese pasado que desconocen puede suponer una escapatoria del mundo de violencia de los muertos. McClane intentará mejorar la situación de los Nuevos a través de la desmantelación del proyecto de Braingate impulsado por las autoridades para experimentar con nuevos y lavarles el cerebro cuando descubran demasiado. 

La escritura de cada capítulo está milimétricamente calculada y expresada de una forma muy visual, podría decirse cinematográfica, con una estructura basada en la alternancia de planos de acción con distintas esferas de personajes. Todo esto, además de los múltiples giros argumentales (especialmente el acontecido al final de la primera parte) y la originalidad del tema, da como resultado una obra muy dinámica, que engancha a los pocos capítulos de ser empezada. Pero lo más apabullante, como no tardará en comprobar el lector, serán la gran cantidad de referencias culturales de todo tipo (aunque principalmente audiovisuales) que se despliegan en la obra tanto de la alta como de la baja cultura. Es este modelo cinematográfico el que se complementa perfectamente con cada parte y consigue que las referencias no resulten sacadas de contexto, sino dentro de las mismas aguas en las que estas obras referenciadas fueron concebidas. Los muertos no es una novela convencional, ni siquiera una novela más, es un ejercicio de pensamiento, de reflexión sobre la muerte y la propia ficción, capaz de trascender cualquier género y de ir más allá del puro entretenimiento. Se acaba de convertir en una obra que recordaré por mucho tiempo con buenos ojos.

Podéis encontrar más reseñas en El lamento de Portnoy (donde el ilustre Javier Avilés reflexiona sobre la realidad y la verdad, los planes de realidad en Los muertos y hace, a mi juicio, ciertos desvelamientos, o spoilers de peso), Un libro al día (donde la crítico compara el estilo de Jorge Carrión con su primo pequeño de Villafranca) y La tormenta en un vaso (donde Pedro Pujante afirma que la prosa del primo de Villafranca -digo, Carrión- es la prosa del futuro)


viernes, 20 de noviembre de 2015

El paraíso de las gallinas, de Dan Lungu



Es poco probable que os suene demasiado, pero el libro que hoy voy a comentar  fue uno de los más vendidos en Alemania, tras su traducción directa del rumano. Como los cuentos de Proyectos de pasado de Ana Blandiana o los cortos que integran la película Historias de la edad de oro de Cristian Mungiu, esta “falsa novela de rumores y misterios” se erige como una obra más nacida de la crítica directa al régimen comunista que se instauró en Rumanía tras la Segunda Guerra Mundial, elaborada con un humor un tanto ácido y recargado de ironías llenas de humanidad, aunque, a diferencia de las obras mencionadas, El paraíso de las gallinas se niega a anclarse en el período histórico y aprovecha que fue escrito después de la caída del muro (de Berlín se sobreentiende) para lanzar dagas también contra el nuevo sistema capitalista rumano, su caos, sus desigualdades sociales, su incertidumbre, etcétera. Viajamos a través de las décadas del último tercio del s.XX de la mano de los vecinos de la calle de las Acacias, situada en algún punto de algún barrio periférico de alguna ciudad rumana de provincias, que curiosamente resiste a la famosa “sistematización” de Ceausescu, con la cual el dictador rumano pretendía el hacinamiento de la población en un espacio reducido de bloques de pisos construidos con pocos recursos en torno a los grandes núcleos de población para urbanizar así el país. 

Estos vecinos resultan tan sumamente hilarantes y estrambóticos, que, gracias a su irrealidad, se convierten en sujetos increíblemente humanos. La curiosidad aviva en ellos como la pólvora con la mecha encendida, de forma que no sucede algo en la calle sin que a los cinco minutos ya lo sepan todos los vecinos. Cuando alguien descubre algo, todos se arremolinan en torno a él, cuyo ego no para de crecer al sentirse el centro de atención –el centro de atención por algo que normalmente no le afecta en absoluto-, hasta el final del relato de lo visto u oído. Una vez se da el silencio los cotillas comienzan su particular tertulia, donde habrá opiniones de todo tipo. Cuando el tiempo esté en calma aparecerán los charlatanes (Mitu y Milica), cada cual más divertido y desesperado por ser más admirado que el anterior, que inventando e inventando darán lugar a las más disparatadas historias, donde no escatimarán en elementos fantásticos e hiperbólicos, al más puro estilo de un Gabriel García Márquez.

De hecho las conexiones con el premio Nobel colombiano no acaban aquí, esta suerte de búsqueda de la magia en lo cotidiano, de la introducción de elementos disparatados y absurdos (Márquez era un ávido lector de Kafka y hay quien defiende que sus primeros cuentos son fieles a la tradición a la que se adscribe el praguense), imposibles muchas veces, así como la importancia dada a la oralidad (el Márquez de Crónica de una muerte anunciada), aunque con diferente matiz, los acerca, a pesar de la lejanía geográfica y contextual, bastante. Aun así, el factor de la oralidad en la obra puede provenir de otras fuentes: la literatura rumana se gesta muy tarde en comparación con otras literaturas europeas y, lejos de contar con formas cultas en su proceso de gestación, mantiene un fuerte vínculo con las composiciones orales tradicionales, que sólo tras ser recitadas mucho se recogían por escrito. Es el caso de la famosa Mioritza, poema que dicen que representa el espíritu nacional rumano de la misma forma que el español puede ser representado por El cantar del Cid. La oralidad, según la ve Lungu, es un elemento de la realidad, que no debe maquillarse (en los momentos en los que vemos marcas de maquillaje estas siempre aparecen con cierto deje irónico), en la escritura que es concebida casi como una transliteración de conversaciones entre vecinos y pensamientos de una suerte de narrador que se siente como un ciudadano más de la calle de las Acacias. Los coloquialismos son constantes, lo que me lleva a pensar que no debió de ser nada fácil para el traductor realizar su trabajo. 

Podemos dividir la obra en dos partes: hasta el capítulo cinco y tras él. En la primera asistiríamos a la presentación de los personajes y sus preocupaciones en la época comunista, mientras que en la segunda entraríamos de lleno en el problema de los gusanos aparecidos misteriosamente en el huerto de Relu Covalciuc y en la época de la transición a la democracia capitalista. Aunque no podemos decir que ninguna de las dos tenga mayor valor que la otra, si bien parece que al leer la primera todo nos da a entender que la falsa novela no va consistir en nada más que distintos relatos encadenados por los mismos protagonistas, al comenzar y avanzar en la segunda presenciamos una especie de solidificación de la narrativa que cambia el deje anecdótico de cada capítulo por un argumento mucho más férreo. La cuestión de los gusanos que Covalciuc no sabe cómo zanjar -¿las heridas del terror comunista y la penuria contemporánea?- nos acompañará hasta el final de la obra. 

En definitiva, una novela muy entretenida, capaz de crear una atmósfera única, maravillosa y maravillante. Lungu construye personajes con un espíritu propio y establece diálogos geniales, casi demasiado vivos, entre estos, algunos alocados, otros muy críticos y otros con un poco de ambos adjetivos. Un estilo de escritura muy trabajado y cercano, cargado de grandes símbolos (las gallinas que predicen las catástrofes y huyen, por ejemplo). Una obra muy recomendable.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Las señoritas de Wilko, de Jarosław Iwaszkiewicz




Decía Heráclito de Abdera que en los mismos ríos entrábamos y no entrábamos, pues para cuando volvíamos a hacerlo ya no éramos los mismos. Esta máxima tan simple y lógica, que luego empleará también Neruda en su famoso verso “Tú, yo, los de entonces, ya no somos los mismos” de su poemario más juvenil, es entorno a la cual se estructura la obra maestra del escritor modernista polaco J. Iwaszkiewicz. Escrito sobre la misma fecha que En busca del tiempo perdido de Proust, comparte con ella gran cantidad de detalles, aunque la tesis que propone resulte radicalmente contraria y rápidamente concluyente. Frente a la enormidad de Proust (siete novelas) nos encontramos ante un relato no muy extenso del polaco, aunque bien medido y con imágenes muy bellas.

Iwaszkiewicz nos narra la historia de un exmilitar (Wiktor) que tras luchar en la Primera Guerra Mundial, sofocando la revuelta comunista en Rusia, y trabajar varios años como administrador de unas fincas en el poblado de Stokroc, decide volver al pueblo (Wilko) en el que fue tremendamente feliz en un remoto pasado (quince años), aprovechando unas vacaciones, con el fin de revivir esa felicidad que la madurez, el esfuerzo, la muerte de algún camarada y la soledad han mermado. Su juventud memorable queda vinculada con una casa en particular y las seis hermanas que viven en ella: Julcia, Jola, Kazia, Zosia, Tunia y Fela. Si bien para cuando regresa descubre que Fela lleva años muerta, su figura no nos abandonará en toda la narración. Cada una de las hermanas viene a representar un tipo de amor, cada uno idílico a su manera, que se verá resquebrajado por el contacto humano repentino que arranca Wiktor realizando dicha visita. La idealización (y esto es clave para entender la novela) no es sólo de Wiktor hacia las damas, sino también de ellas hacia Wiktor. Esta novela, pues, trata sobre la ruptura de lo ideal y la imposibilidad de recobrar lo perdido, así como sobre el cuestionamiento de si hay, a fin de cuentas, algo perdido. 

“Kazia alzó los ojos y los fijó en él atentamente. 
-Pero no te vayas a creer que a mí me gustaría volver a verte como eras entonces –le dijo con franqueza-. Sería algo horrible. Vería venirse abajo toda mi vida, que sólo Dios sabe cuánto me ha costado rehacer. No, lo único que quisiera es que tuvieses la certeza de que por lo que a mí respecta no corres ya ningún peligro, que si bien es cierto que te amé locamente hace años cuando no era más que una mocosa, ahora todo eso me parece digno de risa, y que no ha quedado ni sombra de ese sentimiento. Además, hoy ni siquiera me resulta concebible que se pueda amar tanto a una persona. Todo eso me parece un poco ridículo, pues tienes que reconocer que en todo gran amor hay siempre algo de humillación, de ridículo… 
-De humillación, tal vez –dijo con parsimonia-, pero de ridículo… 
-¿Nunca has sentido la inconveniencia, el lado ridículo de un afecto semejante? 
-No, nunca. 
-Pues entonces es que nunca has amado.”

¿Wiktor ha perdido un amor si no ha amado nunca? ¿Si no tiene claro qué es amar? ¿Si emplea el verbo indiscriminadamente para su atracción erótica por Julcia, sádica por Jola, intelectual por Kazia, mística por Fela –y luego por su casi idéntica hermana Tunia-? En Las señoritas de Wilko se crea un pasado a partir de los retazos del presente, construyéndose como un elemento plagado de subjetividad. No hay nada de objetivo en la percepción ni en los actos de las personas, de la misma forma que tampoco lo hay en las descripciones que nos hace el propio Iwaszkiewicz de los lugares y los sentimientos y pensamientos de los personajes que actúan en la obra. El final se establece como un fatum, no hay un ápice de la casa de Wilko que Wiktor pueda salvar para sí, no hay un ápice de Wiktor que para la casa de Wilko merezca ser salvado. La despedida es inevitablemente triste y molesta y una confirmación de que, a pesar de los males, debemos seguir viviendo. 

No diré que la obra formalmente sea una maravilla, pero su estructura decreciente –de encuentros entre Wiktor y cada una de nuestras señoritas- la vuelven tremendamente adictiva. Además, no es un texto especialmente largo y puede leerse en una tarde de domingo. Se puede decir que merece la pena.

martes, 10 de noviembre de 2015

Proyectos de pasado, de Ana Blandiana



Menos mal que tomé una gran cantidad de notas mientras leía cada uno de estos once cuentos neofantásticos que nos propone la escritora rumana, doble ganadora del Herder –si es que eso sirve de algo-, Ana Blandiana, porque de lo contrario me sería ahora completamente imposible redactar esta reseña. Cuatro lecturas posteriores han venido a sumir ésta un poco en el olvido y, mientras iba realizando sus correspondientes reseñas (Entrevistas breves con hombres repulsivos, La investigación, Los muertos de Jorge Carrión y Las señoritas de Wilko de Iwaszkiewicz, que aparecerán por aquí en breve) por comodidad he ido postergando ésta hasta el punto en el que me he replanteado si no sería mejor no escribirla, si no cometería una torpeza, si no debería repasar bien el texto antes. No tengo una memoria a largo plazo como para presumir de ella y la crítica literaria se basa principalmente en prestar especial atención a los detalles, en la lectura atenta y la valoración de contrastes, el funcionamiento de mecanismos, la valoración de la capacidad de innovación positiva, etc. Es, por tanto, que reviso lo que tengo apuntado. Algunas frases son breves, pero significativas y suenan a sentencia; otras son matizaciones sobre alguna escena en aras de interpretar una suerte de sutil simbolismo propuesto por la autora; en la mayoría de ellas repito la palabra “genial” en sus diferentes formas sinonímicas como una cacatúa. Una vez repasado todo, con las ideas mucho más claras y la memoria fresca como una mañana primaveral me animo a escribir esto.

Las primeras preguntas que debemos responder es: qué clase de libro es Proyectos de pasado y el porqué de su importancia dentro de la narrativa rumana de la época. Estos cuentos de distinta longitud se erigen como once cazas que bombardean heridas nacionales, que anuncian al mundo una realidad nefasta e injusta, en cierto modo absurda, cruel como una pesadilla de la que uno no puede despertarse -imagen que, por cierto, utiliza la propia Blandiana en un relato concreto-: la realidad del régimen comunista sin recursos con un fuerte entramado policial que se implantó en Rumanía tras la Segunda Guerra Mundial al entrar el país dentro de la esfera de la URSS. 

Cada cuento es invariablemente una crítica antisistema, pero también (suele constituir) un voto de esperanza depositado generalmente en los más jóvenes. Que sea un niño quien defienda la realidad del delfín, ante las tesis de su artificialidad por parte del resto de adultos bañistas, en el primero de los relatos (Una herida esquemática) no es algo casual, de la misma forma que tampoco lo es que los ángeles del segundo cuento  (Aves voladoras para el consumo) sean recién nacidos o que en el tercero (En el campo) todos los viejos se peleen maravillados por la atención de la única joven, ignorante y sorprendida por el cambio tan drástico que ha experimentado su pueblo natal, y que sea ella la única persona capaz de darle vida –de hacerla volar- a la antiquísima iglesia, olvidada, con lo que simbólicamente la figura de la iglesia pueda llegar a remitirnos. Tiendo a pensar que Ana Blandiana, a veces, y sus personajes, otras veces, quieren tener fe, pero que esta fe no es la que entendemos como un concepto abstracto derivado de nuestro imaginario común cristiano, a pesar de su continua recurrencia a imágenes religiosas (en tres de los once cuentos aparecen ángeles y en dos de ellos las iglesias ocupan lugares centrales) –algo también común en su poesía-; no, Blandiana, que recurre a lo trascendente parece querer depositar su fe más bien en lo humano, en la capacidad de las personas para mejorar las duras condiciones, llenas de absurdismo diario, que les han impuesto sin pedirlo. Con lo transcendente Blandiana no sólo introduce esta temática de la fe, sino que efectuaría una suerte de sacralización de la vida diaria de personajes normales y corrientes.

Blaniana se enmarca como una constructora de pequeñas alegorías que uno debe interpretar y que se encuentran llenas de un onirismo (en cuatro relatos naufragaremos en el mundo de los sueños: Reportaje, Lo soñado, Imitación de una pesadilla y El traje de ángel) que sospecho que está muy influido por la lectura de grandes maestros latinoamericanos que se popularizaron mundialmente en la década anterior (la del llamado Boom). Si En el campo la referencia de estilo más clara parece ser el desparrame caribeño de García Márquez, el relato de Lo soñado da la impresión de reivindicarse a veces como un auténtico laberinto de corte borgiana y Proyectos de pasado, el relato que da nombre al título, difícilmente puede negar una lectura previa de Cortázar y de su tesis sobre la realidad cotidiana que se enfrenta a la realidad auténtica (la "otra" realidad). Frente a la industrialización y a la urbanización de Rumanía, que dejó literalmente pueblos vacíos –como el que vemos En el campo-, Blandiana nos propone una realidad más natural, basada en la simpleza, la autenticidad y la libertad en reducidos grupos como solución en su relato central. Como en los cuentos de Cortázar, el individuo prueba a vivir en esta realidad extraña y poco cómoda y aprender a apreciar sus ventajas antes de abandonarla, pero, a diferencia de en Cortázar, en el relato Proyectos de pasado no son los individuos por voluntad propia los que arrancan sus autos y atraviesan la autopista del sur, sino que es una fuerza mayor, la del régimen opresor, la que, por motivos económicos sin lugar a dudas –y creyendo hacerles algún tipo de favor-, les retira su condena de exilio indefinido en la fértil región de Bargana. No obstante, los hombres y mujeres reinsertos en la sociedad comunista se convertirán igualmente en nostálgicos, como muchos personajes cortazarianos (El otro cielo, La autopista del Sur). El que viene inmediatamente después de Proyectos de pasado (Una gimnasia nocturna) parte también de premisas muy similares: un alienígena infiltrado en una ciudad rumana en la que desprecia las antiguas comodidades de su planeta en favor de un mayor contacto humano, de una vida que él cree más auténtica.

Si Imitación de una pesadilla es una reflexión interesantísima sobre lo que realmente significa ser libre, a la vez que constituye una crítica a la persecución y a la degradación de los intelectuales que se oponen al régimen, La lección de teatro propone un cuestionamiento de lo que tomamos como verídico y una revisión del pasado más inmediato, para que El traje de ángel nos hable de la imposibilidad de volver a un imaginario pasado en el que fuimos felices y de la necesidad de seguir viviendo con fe en la mejora a pesar de todo. 

Otros dos relatos destacables pueden ser: Reportaje y La iglesia fantasma. Mientras el primero se centra en una crítica a los campos de trabajo instaurados bajo la tutela estalinista, donde miles de presos políticos (figura también recurrente en este álbum de cuentos) se establecen en la cuenca del Danubio; el segundo se presenta a sí mismo como un alegato de lucha contra un pueblo opresor. No es casual tampoco que la iglesia que, según La iglesia fantasma, recorrió los ríos de Transilvania cuando los rumanos se enfrentaron a los nobles húngaros se traslade a una cuenca hidrográficamente distinta: ¡la del Danubio! El opresor húngaro dieciochesco y el opresor comunista no dejan de ser hermanos desagradables con los que Blandiana se negaría a compartir mesa. En los dos vuelve a aparecer la idea de la fe, aunque con distintos matices. Si en el primero la fe descansa en la figura de los chopos (jóvenes) que crecen en la isla artificial levantada por los presos políticos –lo que, por alguna razón, le parece a la protagonista lo único digno de ser salvado allí-, en el segundo lo hace en la de la iglesia que surca los ríos como un barco y que va tripulada legendariamente por el padre Nicola. Los chopos vienen a querer ser la juventud y lo natural, mientras que la iglesia representa la lucha. Los chopos (la juventud) aún son débiles para luchar, la iglesia (el espíritu de rebeldía) quizás demasiado viejo. Ninguno de los cuentos es muy positivo al respecto, pero ante todo lo que se quiere, y se consigue es reivindicar. Algo nada fácil.

Podemos enmarcar a Ana Blandiana, pues, dentro de la larga tradición neofantástica-kafkiana, que no empieza con Kafka, por cierto, sino mucho antes, y que es desarrollada por autores tan remotos geográficamente (algunos más políticos que otros) como: Virgilio Piñera, Borges, Cortázar, Max Frisch, Yasutaka Tsutsui o Bohumil Hrabal, que también recurre al absurdismo para criticar el régimen comunista en su país (Checoslovaquia) en Anuncio una casa donde ya no quiero vivir. Dentro de esta tradición podemos decir que desarrolla una voz propia, cargada de fuerza a pesar de que el tema no es nada sencillo de ser tratado (de hecho Hrabal lo aborda bastante peor en comparación). Su prosa es barroquísima, lírica y bella, con imágenes de una gran calidad. En definitiva, muy buena recopilación. Una genial autora.

Podéis encontrar más reseñas de Proyectos de pasado en La tormenta en un vaso (hoy escasa en palabras, aunque halagadoras todas ellas) y Letras Libres (mucho más densa y donde para mi sorpresa empiezan hablando de una anécdota de García Márquez y pasan también por Kafka, Caroll y Orwell).


domingo, 1 de noviembre de 2015

La investigación, de Stanisław Lem




Hace ya algunos meses leí una novela de este gran genio de la ciencia ficción, curiosamente la que menos tenía que ver con la cosmogonía que desarrolló posteriormente, encabezada por obras como Solaris o El congreso de futurología. Esa novela que degusté en su día (El hospital de la transfiguración), creo que la primera que publicó, me impresionó por varias cosas: su estructura solidísima con los puntos clave repartidos a lo largo de la obra, su final cargado de fuerza, sus diálogos inteligentísimos, su juego con los símbolos, su atmósfera de misterio (a veces, con cierto deje terrorífico) y sus mensajes filosóficos llenos de transcendencia. Y, salvo quizás el juego de símbolos, todo lo que me impresionó en su momento parece repetirse en La investigación, novela escrita por un Lem mucho más maduro, que, sin embargo, sacrifica, a mi parecer, cierto gusto por la reflexión filosófica –que podría llegar a hacerse pesada para un público algo impaciente- por un mayor dinamismo narrativo, con el que pretende potenciar la sensación de suspense, más idónea al tipo de novela que escribe ahora –de corte detectivesco-, e introducir algún que otro momento de completo pavor que despierte en el lector nocturno continuos escalofríos. 

Estamos ante una mezcla muy común en autores más contemporáneos y comerciales capitaneados por la figura de Stephen King: una novela que tiende a lo policíaco con momentos de terror y un trasfondo de Sci-fy. Los agentes del Scotland Yard de finales de los 1950s se encuentran ante un problema cuya solución más factible no quieren pronunciar y se niegan a aceptar. Una serie de cuerpos han empezado a desaparecer de ciertos cementerios y salas de autopsias de la región en condiciones atmosféricas nefastas sin que el presunto culpable haya dejado ningún tipo de huella de su paso por allí. Sea como sea, sólo sabemos que, al que parecer, esos cuerpos desaparecían de allí con sus ropas y nunca más volvían a ser encontrados. En su lugar aparecían animales domésticos que morían al poco tiempo de ser hallados y que tampoco dejaban marcas de cómo habían llegado hasta allí. El testimonio dudoso de que los cuerpos no estaban fríos cuando fueron enterrados, algún grito pesadillesco en la noche y hechos anteriores que solventan que otros tantos cuerpos de los cementerios de la zona fueron “tocados” o se movieron vienen a enturbiar este suceso en apariencia inexplicable que recaerá en las manos del teniente Gregory. A través de él, sus entrevistas con los sospechosos y sus análisis de las escenas de los “crímenes”, nos columpiaremos en una novela compuesta en su mayor parte por hipótesis posibles que no buscan ser resueltas, donde el suceso paranormal se comprende como algo tan posible como el acto de un psicópata. Con estas premisas y con la atmósfera melancólica de un Londres neblinoso, por cuyas calles lúgubres y solitarias caminaremos con gabardina y sombrero, se nos presenta una novela de un suspense máximo, donde lo importante no es la resolución de la investigación, sino, como su nombre indica, la investigación misma. Estamos acostumbrados a finales demoledores que resultan ser una elección del escritor. Aquí Lem se niega a elegir y nos deja una cámara de probabilidades no desmentidas sin que la novela, por contar con el final más abierto que habré leído jamás, pierda un ápice de su fuerza para impresionarnos, para mantenernos con los ojos como platos hasta la última sílaba de la última palabra y su posterior punto y final. 

Mientras Gregory lleva la investigación en marcha tendrá que lidiar con los hábitos nocturnos de sus caseros, los Fanshaw, que parecen sacados de American Horror Story, entre los cuales se encuentran numerosos ruidos nocturnos inexplicables al otro lado de la pared y el chirriante dolor de la silla que la enana y deforme señora Fanshaw lleva a todas partes y que suele detenerse frente a la puerta del cuarto de Gregory cuando éste se encuentra dentro. Por si fuera poco, la casa es una enorme ruina victoriana en la que el agente solo vive por su precio y por el poco tiempo que permanece en ella, a la que acude únicamente para dormir. La irracionalidad del comportamiento de sus caseros y de los elementos que intervienen en los casos de los hurtos de los cadáveres que investiga le llevará a poner en tela de juicio su fuerte pensamiento policial de que todo está vinculado con una razón lógica, tras la cual los hombres actúan. Para Gregory siempre hay un culpable, ¿pero puede resultar que esta vez no sea así? Esta novela policíaca no trata de cazar al posible culpable, sino más bien de si las personas pueden cambiar su pensamiento si algo exterior cuestiona la posibilidad de que la totalidad de éste, por basarse en una premisa que creen férreamente como cierta, no esté, por el contrario, equivocado. La lógica y la ciencia se derrumban cuando aparece aquel caso que rompe las reglas que creían generales.

Una historia muy adictiva e interesante.

Podéis encontrar más reseñas de La investigación en Das Bücherregal (con el que suelo coincidir casi siempre, no esta vez), Un libro al día (en la que escriben una reseña muy divertida, donde apenas se habla de lo concreto de la novela, sino más bien de sus ideas abstractas, y en la que sin venir a cuento aparecen unos robots) y El blog de Roberto Valencia (al que le preocupa mucho más la cuestión epistemológica).

Más reseñas de obras de Stanisław Lem en esta esquina: El hospital de la transfiguración, Congreso de Futurología, Astronautas