sábado, 24 de octubre de 2015

Entrevistas breves con hombres repulsivos, de David Foster Wallace


¿Qué importancia puede llegar a tener un título? En poesía suele despreciarse muchas veces la elección de unas palabras que sirvan para definir las ideas centrales del poema que el poeta concluye y que rotulen la primera página y el encabezado del texto. No sucede así en prosa, donde, por tradición más que nada, por llamar de algún modo la atención del posible lector que ve el tomo en el escaparate, ocurre siempre (o casi siempre) lo contrario: el título se vuelve necesario si se quiere un reclamo mayor. Algunos autores ponen cualquier cosa con tal de llamar la atención, aunque no tenga nada que ver con el texto que contiene, mientras suena bien poderoso. Por ejemplo, recuerdo ahora la novelita esta de Ryu Murakami que se llamaba Azul casi transparente y que lo mismo se podía haber llamado Oscuro por la mañana o Amanecer de lisergia o Cuando la fiesta termina o veinte mil cosas más que vendrían a dar una idea más aproximada de la novela. No sé cómo sonarán mis propuestas en japonés, pero en español, contando que se me han ocurrido en 0,34 segundos, no me parecen demasiado malas. Hay autores que se pasan el surrealismo por sus partes íntimas y lejos de comerse la cabeza y buscar nombres poéticos les ponen a sus obras los de sus protagonistas. De estos se puede decir que hicieron una escuela que pervive hasta hoy: Madame Bovary, Tristan Shandy, Don Quijote, Anna Karenina, Martín Zarza, etc. Es una buena forma de solventar el problema del nombre, pero tampoco ayuda mucho al texto de dentro. Es decir, en Tristam Shandy sabes que hay un tal Tristan Shandy que es muy importante para la narración, pero antes de abrir el libro –si nadie te ha hablado sobre él- tu conocimiento es nulo. Tristan Shandy lo mismo puede ser un negrero, que un asesino en serie, que el difunto rey de Inglaterra. No es que el título de esta recopilación de textos de Foster Wallace sea muy preciso, pero al menos quedas avisado de que lo que vas a encontrarte no es muy agradable, precisamente. Se te advierte de la repugnancia de unos personajes que irán apareciendo en textos, para Wallace, breves, para mí en exceso largos y tediosos muchas veces, observación en la que profundizaremos más abajo.

¿Qué pretende Foster Wallace con esto? ¿Qué es lo repulsivo? ¿Por qué me arrepiento de no haber tirado el libro al final del quinto, llamémosle, cuento y haberlo acabado? Uno siempre tiene autores que le disgusta y tiendo a pensar que el talento, porque tiene talento y a veces deja perlitas, de este hombre ha tendido a ser sobrevalorado. Sólo puedo hablar desde lo que he leído en este libro, sorprendentemente irregular, donde mezcla composiciones muy buenas con otras (la mayor parte) que agotan la paciencia del lector y lo llevan de la mano a la categoría de lo infumable. Para Wallace lo repulsivo no se fundamenta sólo en describir escenas asquerosas del tipo Generación X y Realismo Sucio Norteamericano, sino en recrearse una y otra vez en lo sucio de lo mismo, no sé si para herir sensibilidades o por puro postureo de pugna con Irvine Welsh, Palahniuk y compañía por ver quién gana alguna especie de premio entre ellos al más desagradable. Y no es tanto el asco que llega a despertar en mí escenas como la del cuento del padre que le refriega la verga en la cara a su hijo pequeño cuando éste ve los dibujos en la televisión, sino la búsqueda de encerrarse en banda en esa repugnancia y en el trauma (porque parece que no hay un personaje psicológicamente limpio en Entrevistas breves) que deja en sus protagonistas. Casi parece que quiere traspasar ese trauma a nosotros, los lectores. Y a veces, al principio, cuando aún el lector no lo ha calado, consigue impactar mucho, sobre todo en sus composiciones más breves, aprovechando el principio poético de Poe, pero después se vuelve tedioso y frío porque todo lo escrito se basa en el puro y simple morbo, sin existir ningún tipo de trama interesante detrás. Sus personajes se vuelven maniqueos y uno se acostumbra a las escenas de sexo tanto que llega un punto en el acaba por saltárselas. Tengo que reconocer que me he saltado parte del texto por impaciencia ante lo infumable y lo reiterativo. Foster Wallace quiere dárselas de posmoderno, o lo que él diga que es, o lo que digan de él que es y él acepte orgulloso, pero sus temas no siempre son tan recientes y el gusto por escribir de forma tan compleja, con frases enormes que resultan tediosas insisto, y un fuerte carácter matemático de fondo no tiene ninguna razón ser. Tiendo a pensar que trata de impresionar y no aporta nada cuando escribe:

“El epicleto de peluche hensoniano Ovidio el Obtuso, cronista recontrado para el intercambio de entrenamiento transhumano por todo el país a través de organismos de bajo coste, mitologiza los orígenes del doble fantasmagórico que aparece siempre como una sombra detrás de las figuras humanas en las franjas de las emisiones UHF, tal como sigue:
Había una vez, Antes del Cable, un sabio & astuto ejecutivo de programación llamado Agon M. Nar Aquel Agon M. Nar era reverenciado de un lado a otro de la cuenca fluorescente de la California medieval por la astuta sabiduría & cojones […]”

Quiero detenerme aquí, en cojones; sí, porque hay que tener cojones, grandes y gordos, para escribir esto, publicarlo y que la gente te alabe por ello. ¡Bravo, David! La escuela de Sci-fy norteamericana te tiene en estima por estas obtusas, hensonianas y sabias palabras. Quizás me esté pasando, pero no puedo respetar a quien no me respeta como lector. A ver, me explico, que más de uno ahora mismo querrá matarme. ¿Qué es para mí no respetar a un lector? Tiendo a pensar muchas veces que un lector es como un ligue que hay que conquistar con la verborrea, con el buen uso de la verborrea. Cuando Foster Wallace deja a medias un relato interesante para no completarlo y en su lugar (palabra) me planta el bosquejo que ha hecho en poco más de un cuarto de hora, me siento, cómo decirlo, ofendido y decepcionado, porque estoy leyendo a alguien que no parece querer trabajar, que se siente orgulloso de plantarte cualquier basura inacabada en la cara, que se cree que así rompe con una tradición megalítica llenándose el pecho de ego y los bolsillos de dinero. En el buen arte no todo vale, porque si todo valiera que tratásemos de establecer jerarquías resultaría absurdo y todos los consumidores de arte establecemos unas jerarquías funcionales sobre lo que nos parece mejor y lo que nos parece peor, lo que es difícil de hacer y por tanto admirable y lo que se hace en veinte minutos con poco tino. Me decepcionó especialmente ese relato, porque era de lo poco que me estaba gustando verdaderamente de la obra, a pesar de su carácter obsesivo en recrear lo asqueroso de las felaciones a miembros viriles enfermizos, y esa decisión brusca, esa salida de tono en aras de hacerse el listillo, lo destroza por completo.

Por otro lado, hay composiciones muy buenas (la mitad de las breves y poco más; me niego a intentar salvar cualquier otra cosa) que desmienten todo intento de escapar de la mediocridad en su bloqueo estilístico en banda y poco sólido. Principalmente me ha gustado mucho En lo alto para siempre, la primera versión de El diablo es un hombre ocupado, alguno de los acertijos pop, el cuento del padre en su lecho de muerte cuyo nombre por largo no recuerdo y alguna que otra entrevista repulsiva. Del resto ya he hablado, si de por mí fuera lo echaba a hoguera. Muchos se encierran en esferas concéntricas sobre sí mismos y se prolongan hasta resultar tediosos, insulsos, ignorables. Muchas veces las frases tan enormemente largas y con términos tan abstractos consiguen que las palabras se queden en un mero bla, bla, bla. Las ideas no llegan, sólo su aliento desagradable. Todo lo demás cojea. 

Podéis encontrar más reseñas de Entrevistas breves con hombres repulsivos en Un libro al día (donde lo colocan también como un reto para la paciencia del lector, pero extraen conclusiones más positivas que un servidor),  Galletas Chinas (donde, a pesar de dejarles un sabor de boca agridulce, le van a dar -eso dicen- otra oportunidad) y Octaedro (donde encontraréis una valoración mucho más positiva, en la que defiende el buen uso de algunos elementos como la ruptura con la cuarta pared -ya lo hacía Pirandello- y el rollete pseudofilosófico de Wallace -mucho mejor incrustado el de Lem-).

Reseñas de otras obras que os podrían interesar:

Azul casi transparente, de Ryu Murakami

Personajes desesperados, de Paula Fox



viernes, 9 de octubre de 2015

Manuscrito encontrado en Zaragoza (versión de 1810), de Jan Potocki




Hay quien defiende la importancia de la existencia del genio aún hoy en día. No hablo, por supuesto, del compañero de fatigas de Aladino, sino de ese matiz inspirador único que creen tener algunas personas que se dedican profesionalmente al oficio de la escritura –y quien dice de la escritura, dice también de la pintura, la música o cualquier otra actividad artística- y que a veces atribuyen a un deidad compasiva o tortuosa con ellos mismos. Si bien es verdad que ciertas personas están más dotadas por el motivo que sea –biológico (pienso en jugadores de baloncesto cuya altura les beneficia claramente), por capacidad de adaptación, por conciencia inquieta, etc.- para desarrollar ciertas actividades en lugar de otras, esto no quiere decir que puedan destacar sin algo esencial, que es inherente a todos los escritores de novelas al menos, sobre todo de aquellas de abarcan un considerable número de páginas como la que nos ocupa hoy, y que llamamos esfuerzo.

Jan Potocki vive en la época de la valoración del genio individual, de la originalidad, de la expresión (aparentemente) exacerbada de los sentimientos propios que no son pulidos de forma adecuada. Es un hombre coetáneo de Goethe y, como él, es un estudioso de cada rama del saber culto y un viajero empedernido, al que los rincones remotos del mundo y sus épocas pasadas maravillan. Además, es uno de los escritores más grandes de origen polaco, a pesar de que su gran novela, su única novela, de la que vamos a hablar hoy, estuvo originalmente escrita en francés. Sin embargo, todo esto no cae de la nada. Puede que sea cierto que Potocki sólo escribiera una novela en toda su vida, pero la extensión de la misma (683 en la edición de la fotografía) y la constancia de varias versiones datadas de distintos años (17.., 1804, 1810) hace que tengamos que dejar de lado este principio del genio para referirnos a Potocki. Sólo el esfuerzo puede explicar esta obra tan increíble para la época en la que es concebida y donde se mezclan saberes interdisciplinares y diferentes legados literarios –se pueden reconocer en sus páginas el influjo ejercido por lecturas constantes, insomnes, de Boccaccio, de Chaucer, de Shakespeare, de Cervantes (mucho Cervantes hay en la novela), de las novelas de caballerías y la Chason de Roland, de los prerrománticos del Sturm und Drang, de las Mil y una noches, de la Biblia y los libros apócrifos, los manuales de física y geometría renacentista, de la literatura de la Ilustración francesa, de Aristóteles, de la mitología fenicia y la egipcia, de la griega por supuesto, de los libros de historia antigua de Plinio y Estrabón, de los archivos de Indias, y así un largo y poderoso etcétera- que configuran un universo literario único y aparentemente inabarcable que es descrito con los elementos más destacados de cada una de las influencias, desechando todo lo que puede llegar a hastiar al lector. Dentro de una obra intelectual y compleja coexiste una obra más sencilla que todo esto pensada para el disfrute de casi cualquier lector con unas mínimas ideas generales. No es necesario que sepamos que existe un guiño a Las mil y una noches en Manuscrito encontrado en Zaragoza cuando el caballero de las guardias valonas Alfonso conoce a sus dos primas musulmanas y estas se presentan como Emina y Zibedea (nombres recurrentes en el texto arábigo-persa) para poder comprender a todas luces la historia, bañada en misterio hasta su desenlace, que nos cuenta Potocki.

Manuscrito encontrado en Zaragoza está considerada como una de las obras más grandes que se escribieron en su época y el hecho de que la acción transcurra principalmente en España, tierra de Sanchos y Quijotes, mezcolanzas de los mundos cristianos, judíos y musulmanes, resulta halagador y especialmente tierno para el corazoncito del español que hoy reseña. Es difícil definir cuál es la historia principal porque a Potocki le gusta mucho jugar a las Matrioskas e insertar historias dentro de historias hasta llegar a niveles tan profundos que cuesta bastante volver a dejar las muñecas bien cerradas. Podemos decir que la narración comienza con algo típico de las obras del momento –que ya está en el mismo Quijote de Cervantes- con el anuncio de la existencia de un manuscrito encontrado, en Zaragoza durante la guerra contra Francia a comienzos del siglo XIX en el que un tal Alfonso Van Worden cuenta a modo de diario su travesía por Sierra Morena. Potocki juega, como Cervantes o Choderlos de Laclos, a desentenderse como autor, convirtiendo al escritor de su obra en uno de sus personajes principales, aunque no, por supuesto, en el más carismático ni en el que más actúa –de hecho su vida completa hasta ese instante puede resumirse en un día, mientras que la del jefe gitano abarca más de tres semanas. Alfonso llega en su primer día de viaje, partiendo desde Cádiz, a una venta abandonada donde un cartel parece pedirle que se marche ante las ánimas que tienden a aparecerse a medianoche para recorrer cada cuarto y enviar a la muerte a cada huésped que encuentren. Alfonso es un hombre bravo que se ha criado dentro de las normas del honor caballeresco más medieval imaginable y no llega a temer en ningún momento la posibilidad de que las advertencias se hagan realidad. Ni siquiera la extraña desaparición de sus dos criados hace unas horas le hace temblar un milisegundo y cuestionarse dónde está y si alguien lo vigila y puede hacerle daño. Una vez en la habitación arregla una cama e intenta dormir, sin lograr mucho éxito. De pronto, un grupo de mujeres negras semidesnudas le piden que les acompañe al salón, donde sus amas, que han oído hablar de él, le invitan a una cena copiosa. Alfonso acepta gustoso y así conoce a sus primas, con las cuales acabará yaciendo para despertarse a la mañana siguiente bajo la horca, junto a los cadáveres de dos famosos bandidos. A partir de aquí, Alfonso irá de un lugar a otro y escuchará todo tipo de historias de los personajes más estrambóticos imaginables que llenarán unos días de exilio a los que le ha condenado aparentemente el rey, quien ha descubierto la noticia del pasado musulmán de su familia y de su intento de retomar la religión a través de la unión con sus primas de la familia Gomélez, de la cual dicen las lenguas que guarda un tesoro millonario en algún lugar de esos montes llenos de bandidos y exentos de ley. Potocki retratará monjes, endemoniados, duques enamorados, gitanos, mendigos, cabalistas, judíos errantes, fantasmas, genios superdotados, ladrones, jeques, etc. 

Tanto en el segundo nivel narrativo (el de Alfonso) como en los siguientes (en de las historias que le cuentan los personajes con los que se cruza) hay cierta predilección por el erotismo y el miedo como el motor de las acciones de los personajes, aunque no por ello debemos olvidarnos del carácter vengativo de personajes como Zoto con el principelo, o de la ambición de Busqueros. Lo erótico, dice mi edición, queda mucho menos omitido en la versión anterior, de 1804, y, aunque se roce sutilmente para evitar escándalos mayores el tipo de amores que se proponen no están, en absoluto, bien visto por la sociedad francesa de la época, donde Potocki pensaba distribuir su libro. Pensemos por un momento en el Marqués de Sade y en su cautiverio como personaje que iba contra la norma social de forma descarada al hablar tan abiertamente de la sexualidad y hacerla tan explícita hasta llegar al nivel de pornografía burda. Se ve que Potocki no quiere llegar a tales extremos –a pesar de que hay algún momento puntual en el que se percibe la influencia de Sade, sobre todo, en el concepto que uno de los personajes (no recuerdo exactamente el cual) tiene de los términos de sumisión y dominación aplicados a la vida diaria- y se preocupa más por dar a su erotismo un tinte velado y cómico que se aproxima más a un Boccaccio y un poco menos a un dramaturgo isabelino como John Ford. 

El terror, sobre todo el que se vincula con elementos sobrenaturales que parecen escapar de toda forma de conocimiento y explicación racional, es también de una importancia mayor en la obra. Algunos de los cuentos, y me gustaría destacar especialmente los que les lee el cura de familia a Alfonso cuando éste es aún un muchacho, contienen muchas características propias del cuento de terror clásico de autores como Edgar Allan Poe, E. T.A. Hoffmann o Nicolai Gogol, anticipándose en algunos casos a estos autores con una gran maestría para generar una atmósfera verdaderamente espeluznante. Los relatos de otros personajes, como el del delirio y el viaje en la cabra del diablo del endemoniado Pacheco abandonan por el contrario esta línea y se acercan más a escritos del tipo La casa en el confín del mundo de William Hope Hodgson, donde lo inexplicable maravilla y nunca se descubre, lo cual nos lleva a una suerte de incoherencia no demasiado alentadora. Wikipedia me etiqueta esta novela dentro del género gótico y, sin duda, gran parte de ella cumple los requisitos establecidos para estarlo, aunque nunca me ha gustado encasillar tanto las obras que, como estas, podrían dar mucho más de no estarlo.

Las relaciones sentimentales, más allá de todo erotismo, es decir, el amor, más o menos puro, es otro motor que le sirve a Potocki para complicar la trama. Basta con recordar la historia de Elvira, Lonzeto, su madre, el conde y el virrey de México, en la que interviene el jefe de los gitanos cuando acaba de ser rechazado por su padre y viaja a Burgos para estudiar en un colegio católico. Elvira madre se enamora de un hombre que canta bajo su ventana cada noche, pero el padre de ésta ya ha apalabrado un fructífero matrimonio, en el sentido económico, con un conde que desagrada bastante a la pobre Elvira. Este conde organiza una corrida de toros para impresionarla y es corneado por un toro que no debía ser faenado ese día. El cantante, que estaba al servicio del conde, le salva la vida y vuelve a impresionar a la joven Elvira, la cual se muda al campo para olvidarlo y asumir que debe casarse con el conde. Tras una serie de infortunios el conde descubre al amante secreto de Elvira con el que no llegó a consumar nada y lo manda matar antes de morir en una galera llevándose consigo a unos cuantos. En el futuro esta trama es proseguida con la hija de Elvira, creo que también llamada Elvira, la cual se enamora de su primo. Para entonces el cantante se ha convertido en virrey de México y exige no casarse con nadie a excepción del retoño de su amada con el conde, lo que le lleva a la tía de Elvira a apalabrar dicho matrimonio por el beneficio pecuniario que supone, teniendo en cuenta el hecho de que los amores entre primos estaban muy mal vistos por la institución católica en España. Como vemos una trama al más puro estilo isabelino de amores imposibles del tipo Romeo y Julieta de William Shakespeare, La duquesa de Amalfi  de John Webster o Lástima que sea una ramera de John Ford, aunque el desenlace en este relato no sea excesivamente trágico.

Potocki posee una capacidad excepcional para crear ciertos personajes entrañables. Me vienen a la mente dos que me parecen genialmente asombrosos: el erudito padre del réprobo y, quizás el personajes más llamativo de la obra, don Roque Busqueros. Ambos son ambiciosos, aunque sus formas del alcanzar lo que anhelan y lo qué anhelan propiamente sea muy diferente. Mientras que el primero ansía el reconocimiento académico recopilando todos los saberes de Occidente en una suerte de Megaenciclopedia dedicando toda su vida a ello como el Sísifo que empuja la piedra montaña arriba para ver como siempre cae a un lado, el segundo destaca, no por ser menos divertido, por su peculiar forma de importunar a cualquiera que se cruza en su camino, pretendiendo sacar el mayor provecho posible, o por lo menos no aburrirse. Busqueros da la impresión de ser ese personaje ideado inicialmente para ser un segundón, pero a quien Potocki, y quién no, acabó por cogerle cierto cariño, sobre todo por las posibilidades que permite a la narración un personaje que actúa de forma tan inesperada y cómica a la vez. Sin duda, merece mucho la pena detenerse al leer Manuscrito encontrado en Zaragoza en el personaje de Busqueros.

Debería decir también algunas palabras sobre la compleja estructuración de la obra, cuyo marco de Alfonso Van Worden no resulta áspero al integrarse con la mayor parte de las historias y cuentos. Se convierte en un todo fluido que cuenta con reminiscencias a obras como el Decamerón, Los cuentos de Canterbury o El ingenioso hidalgo Don Quijote. Aun así llega un punto en el que las voces de los cuentistas secundarios se despegan demasiado de los primarios. Quizás tenga que explicar esto un segundo. En el Manuscrito encontramos que A está contando una historia a B cuando, dentro de esta misma historia aparece un personaje C que cuenta su historia a D y puede aparecer un personaje E que cuente su historia a F. Lo que digo es que no se tiene en cuenta que quien cuenta la historia inicialmente es A y que el lenguaje de las historias de C y E, que deberían pertenecer a A en un caso realista resulta, por el contrario, completamente independientes. No hay ninguna marca en el cuento de E que nos indique que A es el que está hablando y no E, que A está recordando lo E le dijo a F y que posteriormente supo C. Aquí tanta memoria fotográfica resulta poco realista y, aunque pueda parecer un detalle nimio, no lo es porque lleva al escritor a retrotraerse a los tiempos de Homero y las fórmulas que empleaba en la Ilíada para copiar casi párrafos enteros sin pasar por filtros necesarios en la vida real. No creo que fuera el objetivo que pretendía el escritor, por desgracia, pero es, a todas luces, lo que sucede. En cambio, gracias a esto pueden ganar cierta autonomía y personalidad los personajes, cosa que podría haber sido muy complicado si no.

Dicho esto poco es lo que podría añadir. Es una lectura que he disfrutado muchísimo y que he prolongado bastante en el tiempo. Normalmente no tengo por costumbres leer libros tan extensos, pero creo que el esfuerzo ha merecido la pena. De hecho, casi me pone un poco triste hacer esta reseña, porque viene a significar que se ha acabado el libro y que ahora toca otro.

Podéis encontrar más reseñas de Manuscrito encontrado en Zaragoza en Solo de libros y en Revista de libros.

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