¿Qué importancia puede llegar a tener un título? En poesía suele despreciarse muchas veces la elección de unas palabras que sirvan para definir las ideas centrales del poema que el poeta concluye y que rotulen la primera página y el encabezado del texto. No sucede así en prosa, donde, por tradición más que nada, por llamar de algún modo la atención del posible lector que ve el tomo en el escaparate, ocurre siempre (o casi siempre) lo contrario: el título se vuelve necesario si se quiere un reclamo mayor. Algunos autores ponen cualquier cosa con tal de llamar la atención, aunque no tenga nada que ver con el texto que contiene, mientras suena bien poderoso. Por ejemplo, recuerdo ahora la novelita esta de Ryu Murakami que se llamaba Azul casi transparente y que lo mismo se podía haber llamado Oscuro por la mañana o Amanecer de lisergia o Cuando la fiesta termina o veinte mil cosas más que vendrían a dar una idea más aproximada de la novela. No sé cómo sonarán mis propuestas en japonés, pero en español, contando que se me han ocurrido en 0,34 segundos, no me parecen demasiado malas. Hay autores que se pasan el surrealismo por sus partes íntimas y lejos de comerse la cabeza y buscar nombres poéticos les ponen a sus obras los de sus protagonistas. De estos se puede decir que hicieron una escuela que pervive hasta hoy: Madame Bovary, Tristan Shandy, Don Quijote, Anna Karenina, Martín Zarza, etc. Es una buena forma de solventar el problema del nombre, pero tampoco ayuda mucho al texto de dentro. Es decir, en Tristam Shandy sabes que hay un tal Tristan Shandy que es muy importante para la narración, pero antes de abrir el libro –si nadie te ha hablado sobre él- tu conocimiento es nulo. Tristan Shandy lo mismo puede ser un negrero, que un asesino en serie, que el difunto rey de Inglaterra. No es que el título de esta recopilación de textos de Foster Wallace sea muy preciso, pero al menos quedas avisado de que lo que vas a encontrarte no es muy agradable, precisamente. Se te advierte de la repugnancia de unos personajes que irán apareciendo en textos, para Wallace, breves, para mí en exceso largos y tediosos muchas veces, observación en la que profundizaremos más abajo.
¿Qué pretende Foster Wallace con esto? ¿Qué es lo repulsivo? ¿Por qué me arrepiento de no haber tirado el libro al final del quinto, llamémosle, cuento y haberlo acabado? Uno siempre tiene autores que le disgusta y tiendo a pensar que el talento, porque tiene talento y a veces deja perlitas, de este hombre ha tendido a ser sobrevalorado. Sólo puedo hablar desde lo que he leído en este libro, sorprendentemente irregular, donde mezcla composiciones muy buenas con otras (la mayor parte) que agotan la paciencia del lector y lo llevan de la mano a la categoría de lo infumable. Para Wallace lo repulsivo no se fundamenta sólo en describir escenas asquerosas del tipo Generación X y Realismo Sucio Norteamericano, sino en recrearse una y otra vez en lo sucio de lo mismo, no sé si para herir sensibilidades o por puro postureo de pugna con Irvine Welsh, Palahniuk y compañía por ver quién gana alguna especie de premio entre ellos al más desagradable. Y no es tanto el asco que llega a despertar en mí escenas como la del cuento del padre que le refriega la verga en la cara a su hijo pequeño cuando éste ve los dibujos en la televisión, sino la búsqueda de encerrarse en banda en esa repugnancia y en el trauma (porque parece que no hay un personaje psicológicamente limpio en Entrevistas breves) que deja en sus protagonistas. Casi parece que quiere traspasar ese trauma a nosotros, los lectores. Y a veces, al principio, cuando aún el lector no lo ha calado, consigue impactar mucho, sobre todo en sus composiciones más breves, aprovechando el principio poético de Poe, pero después se vuelve tedioso y frío porque todo lo escrito se basa en el puro y simple morbo, sin existir ningún tipo de trama interesante detrás. Sus personajes se vuelven maniqueos y uno se acostumbra a las escenas de sexo tanto que llega un punto en el acaba por saltárselas. Tengo que reconocer que me he saltado parte del texto por impaciencia ante lo infumable y lo reiterativo. Foster Wallace quiere dárselas de posmoderno, o lo que él diga que es, o lo que digan de él que es y él acepte orgulloso, pero sus temas no siempre son tan recientes y el gusto por escribir de forma tan compleja, con frases enormes que resultan tediosas insisto, y un fuerte carácter matemático de fondo no tiene ninguna razón ser. Tiendo a pensar que trata de impresionar y no aporta nada cuando escribe:
“El epicleto de peluche hensoniano Ovidio el Obtuso, cronista recontrado para el intercambio de entrenamiento transhumano por todo el país a través de organismos de bajo coste, mitologiza los orígenes del doble fantasmagórico que aparece siempre como una sombra detrás de las figuras humanas en las franjas de las emisiones UHF, tal como sigue:
Había una vez, Antes del Cable, un sabio & astuto ejecutivo de programación llamado Agon M. Nar Aquel Agon M. Nar era reverenciado de un lado a otro de la cuenca fluorescente de la California medieval por la astuta sabiduría & cojones […]”
Quiero detenerme aquí, en cojones; sí, porque hay que tener cojones, grandes y gordos, para escribir esto, publicarlo y que la gente te alabe por ello. ¡Bravo, David! La escuela de Sci-fy norteamericana te tiene en estima por estas obtusas, hensonianas y sabias palabras. Quizás me esté pasando, pero no puedo respetar a quien no me respeta como lector. A ver, me explico, que más de uno ahora mismo querrá matarme. ¿Qué es para mí no respetar a un lector? Tiendo a pensar muchas veces que un lector es como un ligue que hay que conquistar con la verborrea, con el buen uso de la verborrea. Cuando Foster Wallace deja a medias un relato interesante para no completarlo y en su lugar (palabra) me planta el bosquejo que ha hecho en poco más de un cuarto de hora, me siento, cómo decirlo, ofendido y decepcionado, porque estoy leyendo a alguien que no parece querer trabajar, que se siente orgulloso de plantarte cualquier basura inacabada en la cara, que se cree que así rompe con una tradición megalítica llenándose el pecho de ego y los bolsillos de dinero. En el buen arte no todo vale, porque si todo valiera que tratásemos de establecer jerarquías resultaría absurdo y todos los consumidores de arte establecemos unas jerarquías funcionales sobre lo que nos parece mejor y lo que nos parece peor, lo que es difícil de hacer y por tanto admirable y lo que se hace en veinte minutos con poco tino. Me decepcionó especialmente ese relato, porque era de lo poco que me estaba gustando verdaderamente de la obra, a pesar de su carácter obsesivo en recrear lo asqueroso de las felaciones a miembros viriles enfermizos, y esa decisión brusca, esa salida de tono en aras de hacerse el listillo, lo destroza por completo.
Por otro lado, hay composiciones muy buenas (la mitad de las breves y poco más; me niego a intentar salvar cualquier otra cosa) que desmienten todo intento de escapar de la mediocridad en su bloqueo estilístico en banda y poco sólido. Principalmente me ha gustado mucho En lo alto para siempre, la primera versión de El diablo es un hombre ocupado, alguno de los acertijos pop, el cuento del padre en su lecho de muerte cuyo nombre por largo no recuerdo y alguna que otra entrevista repulsiva. Del resto ya he hablado, si de por mí fuera lo echaba a hoguera. Muchos se encierran en esferas concéntricas sobre sí mismos y se prolongan hasta resultar tediosos, insulsos, ignorables. Muchas veces las frases tan enormemente largas y con términos tan abstractos consiguen que las palabras se queden en un mero bla, bla, bla. Las ideas no llegan, sólo su aliento desagradable. Todo lo demás cojea.
Podéis encontrar más reseñas de Entrevistas breves con hombres repulsivos en Un libro al día (donde lo colocan también como un reto para la paciencia del lector, pero extraen conclusiones más positivas que un servidor), Galletas Chinas (donde, a pesar de dejarles un sabor de boca agridulce, le van a dar -eso dicen- otra oportunidad) y Octaedro (donde encontraréis una valoración mucho más positiva, en la que defiende el buen uso de algunos elementos como la ruptura con la cuarta pared -ya lo hacía Pirandello- y el rollete pseudofilosófico de Wallace -mucho mejor incrustado el de Lem-).
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