jueves, 23 de abril de 2020

La caja negra, de Amos Oz



Con La caja negra son cinco las obras entre cuentos, novelas y ensayos que he leído de Amos Oz. Lo cierto es que cada vez que leo algo del israelí me va gustando más que lo anterior. Pero, ¿de qué trata La caja negra? Estamos ante una novela epistolar ambientada a mediados de los setenta, en el Israel que arranca poco después del conflicto conocido como la guerra del Yom Kippur, que motivó el auge de la derecha sionista en el país. La sociedad se haya completamente dividida. Por un lado, están todos los lastres conservadores y la búsqueda de la identidad judía en el rechazo al otro y, por otro, el discurso contracultural hippie que pretende crear lazos entre las diferentes culturas. En un lugar demasiado alejado por su idea, pero con unas miras muy próximas, se encuentra el reconocido Alexander Gideon, un ensayista emigrado a Estados Unidos y que se ha convertido en todo un escritor superventas gracias a sus ideas contra el fanatismo. Quiero hacer aquí un inciso, porque creo conveniente hacerlo. En mi opinión, la falacia biografista que defendían los new critics a mediados de los 1950s del siglo pasado suele ser acertada, pero en este caso es inevitable no mencionar los tremendos parecidos entre este tal Alexander Gideon y el propio Amos Oz, cuya carrera política y sus textos orientados a la vertiente de no ficción giran una y otra vez en torno a este vocablo para él obsesivo. Fanatismo, y de él fanático, es un término clave para entender no solo esta obra, sino buena parte de la mentalidad del propio Oz. Y no quiero ponerme pesado con rollos de la Estilística Idealista y toda esta parafernalia del autor implícito, pero hay mucha miga que académicamente puede trabajarse aquí tirando y tirando del hilo. 

El caso es el siguiente. Alexander Gideon es rico, pero tiene un pasado cuanto menos turbio: una ex-mujer a la que casi lapidan por su culpa y un hijo despreciado que ha crecido sin un padre y una madre y que se ha convertido en un joven macarra de dos metros. El armario empotrado, que a partir de ahora llamaremos Boaz, causa estragos allá por donde pasa y su madre y su padrastro ya no saben qué demonios hacer con él, por lo que le piden dinero a Gideon. Todo con humillaciones y amenazas de por medio. El lector incluso puede sorprenderse al inicio con las misivas y el tono hiriente y cargado de rencor por cada una de las partes. Podría esperar que en cualquier momento Gideon se negase, pero esto no ocurre. El escritor accede a depositar cantidades millonarias en la cuenta de Sommo, el marido de su ex-mujer, a pesar de que es consciente de la verdad de este. Sommo es un auténtico fanático religioso que planea usar ese dinero para convertir al hijo de Gideon en un devoto sionista y poder comprar territorios "sagrados" a los árabes.

Sin embargo, este dinero (que Sommo considera mancillado) será la ruina del matrimonio en lugar de su salvación, lo que hará gravitar la atención de Ilana, la esposa, hacia su ex-marido, a pesar de todo el daño que le causó durante el divorcio. A todo esto, Ilana me parece uno de los personajes, sino el mejor construido de esta obra de largo. Al igual que los demás arrastra una culpa con la que no puede acarrear sola, pero decide rebelarse contra una ley patriarcal muy dura que le exige la religión. Se vuelve la "ramera de Babilonia" para eliminar un vacío dentro de sí y sentir que puede respirar en libertad. Duda sobre si hace las cosas correctamente, baraja bien sus opciones y siente y se expresa con más lirismo que cualquier otro de los personajes. Esto no es nada nuevo en Oz, que suele construir personajes femeninos muy creíbles, pero se agradece la profundidad que se le otorga aquí, ya que es el eje sobre el que gira la historia más que Gideon o Sommo, que actuarían cada uno como antítesis del otro.

Sommo desprecia enormemente a Gideon por el daño que ocasionó a su mujer y a su hijo y al mismo Sommo indirectamente. Lo señala como alguien que es incapaz de remendar sus pecados, pero, al mimo tiempo, acepta todo el dinero que este le cede. Es curioso y hasta cierto punto exasperante contemplar cómo el escritor cede al principio a todo lo que le dicen, aceptando palabras muy duras. Sin embargo, lo hace por una buena razón que se revela a mitad de la novela más o menos y que me voy a cuidar de comentar aquí, porque podría arruinar parte de la trama. Puede parecer absurdo, pero, a pesar de lo antagónicos que puedan resultar ambos maridos, su fin es el mismo: la redención. Porque La caja negra es ante todo una gran novela sobre la redención, ya sea esta de cara a los demás o de cara a Dios. Los personajes hacen acopio de sus pecados, de sus culpas, de sus errores y de sus decisiones más infames y tratan de salir a flote como buenamente pueden. Los tres ejes del triángulo protagonista se mueven por y para ello: acabar en paz con los demás y con sus propios remordimientos. Por otro lado queda Boaz y su filosofía de vivir el momento sin entrar en conflicto con los demás. El hijo de Ilana y Gideon es un pequeño hombre sin rencores que piensa que la vida ha sido dura para él por dos motivos: 1) no se lo han puesto fácil y 2) se ha metido en demasiadas peleas que lo han llevado siempre a estar peor que antes. Por ello, abraza la contracultura hippie, se empapa de ella y decide no atacar y siempre defender lo que es suyo, su familia y amigos.

También hay momentos en la novela para la comicidad. Esta suele venir de la mano de Zakheim, un abogado que parece fiel a Gideon, pero que también flirtea con Sommo. Sus conversaciones telegráficas con el escritor son la sal de la novela y sirven de contrapunto perfecto para el dramatismo de la misma. Otro elemento fuerte en este sentido, y que también da mucho realismo, son las cartas plagadas de faltas de ortografía de Boaz y cómo Sommo lo llama burro ortográfico una y otra vez. Aunque a mí me ha resultado muy divertido, lo cierto es que el pobre hasta pilla complejo y se pone a estudiar muy seriamente.

En definitiva, que creo que me estoy extendiendo más de lo habitual. Como ya he dicho al comienzo de la reseña, he disfrutado muchísimo con la lectura de La caja negra, una novela muy completa, pero que no va a gustar a todos. No es tan fácil empatizar con los personajes de primeras, el comportamiento de Gideon se nos puede antojar errático y misterioso de partida. Hasta que no he superado las primeras cien páginas, me he pasado toda la lectura odiando a todos y a cada uno de los personajes. Esto le resta, pero luego todo tiene una excusa y un fin y está milimétricamente programado. La única pena de esta novela es que Oz ya no está con nosotros para escribir más maravillas. Lo bueno es que aún tengo una buena cantidad de sus obras pendientes. Estas irán apareciendo por este espacio a su debido tiempo. 

Lean mucho, coman con moderación y namasté.

Reseñas de otras obras de Amos Oz en esta esquina: Una pantera en el sótano, La bicicleta de Sumji, Conocer a una mujer, Queridos fanáticos


viernes, 17 de abril de 2020

La estación de las mujeres, de Carla Guelfenbein



Si tuviera que elegir a alguien con un alma verdaderamente renacentista a día de hoy, posiblemente elegiría a Carla Guelfenbein. Además de una narradora de talla, como lo demuestra en esta novela que hoy reseñamos, la autora es bióloga y ha trabajado, entre otras cuestiones, como directora de arte, diseñadora y editora de moda para importantes marcas. Esto no tiene por qué representar nada en su narrativa, pero el dato no es excluyente y aporta mucha información de peso a la pequeña delicia que es La estación de las mujeres.

Estamos ante un texto polifónico, como polifónica es también su autora. La historia se nos narra desde diferentes puntos de vista con narradores a veces en primera persona y a veces en tercera, saltando de un personaje a otro con fluidez y buen hacer, aportando la dosis justa de emoción e intriga para dejar al lector en el asiento deseoso de más. Las perspectivas adoptadas no son elegidas al azar, hay una búsqueda de la identificación, bastante inteligente por parte de la autora, con un público femenino de mediana edad y con un alto nivel de estudios (ya sean estos oficiales o autodidactas). Sin embargo, no por ello, el detalle de que yo no soy el lector implícito que la autora desearía me impide disfrutar del texto y esto solo lo logra la buena literatura. 

Como digo, en La estación de las mujeres se tergiversan historias que parecen remotas e inconexas, pero que poco a poco se van hilando hasta dar una visión plural de lo implicó ser mujer en los 1950s y de lo que implica serlo hoy en día. Además, toda la trama (o casi toda) está ambientada en Nueva York y todas las protagonistas gozan de un matiz que las hace vulnerables y fuertes en unos sentidos u otros. Guelfenbein elige bien los momentos frágiles, expone pesares y miedos que vienen derivados de una sociedad que relega a la mujer a un segundo plano y que la ningunea aún más si cabe si dicha mujer es extranjera. No olvidemos que la autora es chilena y que no va a ignorar su experiencia vital de cara a construir la narración.

La cultura chilena se funde con la neoyorkina y esto lo vemos en dos figuras de mujeres emblemáticas a todas luces y tan importantes en la novela como las propias protagonistas, a pesar de su aparición solo en las más absolutas de las sombras. Hablamos de la artista abstracta Jenny Holzer, representante de la mercantilización del arte y de toda la industria americana, frente a la poeta chilena galardonada con el Premio Nobel Gabriela Mistral. Aunque no aparece esta última más que en un milisegundo, está siempre presente en la que será su albacea durante los cincuenta años que le seguirán a su muerte. Véase la estadounidense Doris Dana. Lo cierto es que esta incursión me gustó. Me esperaba más "salseo" con lo que viene siendo la supuesta relación lésbica que Mistral siempre rechazó y, aunque Doris aparece como un personaje bisexual, las relaciones entre ella y la chilena se pintan sobre un eje de admiración/desprecio. Recordemos que Doris también soñaba con ser escritora y vivió toda su historia opacada por la lengua de su protectora. Ni siquiera después de la muerte de Mistral, Doris pudo escapar de su influencia. Y no sería porque no lo intentara.

Por otro lado, a las tramas del pasado, que implican a la ya citada Doris Dana, a una joven de familia burguesa adinera que acaba escapando de sus padres y a la pequeña Juanita, una puertorriqueña que limpia habitaciones con su madre y que por casualidad atisba un suceso que le cambia la vida, hay que sumar la trama del presente. Esta recae sobre los hombros de Margarita, una mujer de cincuenta y siete años que sabe que su marido la engaña, pero que sigue con él por costumbre. Ha cogido la tradición de ir a un banco frente a la facultad para espiarlo. Sin embargo, la extraña desaparición de la portera (Anne) y la búsqueda de una mujer en el pasado de su amiga Juanita hacen que sus días de tedio y conspiraciones en torno al inútil de su marido se conviertan en una nueva aventura. 

La estación de las mujeres pretende representar a diversos tipos de mujeres que buscan escapar de una realidad terrible que se les ha sido asignada. Se contempla la huida física, como en el caso de Anne, pero también la huida en el amor o en el éxito artístico y social. Igualmente, no se descuida la huida en el sexo. Este punto es tratado con muchísima naturalidad y se siente sincero y no forzoso, como suele suceder en muchas otras novelas, que lo utilizan como mero reclamo. Todas las protagonistas presentan irregularidades en sus vidas, todas proceden de estratos y de condiciones diferentes. Esto se debe a que la autora busca con la obra hacer un homenaje a todas las mujeres. Si bien hay que decir que como idea es ciertamente pretenciosa, más teniendo en cuenta la corta duración del texto y su recorrido, el cómputo total de líneas y, más importante, los sentimientos y vicisitudes que se desarrollan en ella dejan a la obra y a la autora en muy buen lugar. Una lectura, como digo, muy disfrutable.

Eso es todo por hoy. Lean mucho, coman con moderación y namasté.


viernes, 10 de abril de 2020

El disputado voto del señor Cayo, de Miguel Delibes




Tras la muerte de Franco arrancó el período de transición democrática en España, lo que hizo que se crearan múltiples partidos y que los que ya existían se movilizaran para llegar a todo el mundo. Con este pretexto, los líderes provinciales de un partido aparentemente progresista, que muy bien podría identificarse con el PSOE de la época, envía a tres representantes, uno de ellos aspirante a diputado, a las localidades más remotas de la región. Ahí se encontrarán con pueblos deshabitados y con un misterioso personaje: el sabio señor Cayo que no ha abandonado jamás la comarca a sus más de ochenta años. Este encuentro producirá un cambio en los visitantes, especialmente en el diputado, quien dudará del poder de la política y se replanteará por quién lucha, qué hay de real en su mundo y qué valor tiene la cultura en él. 

A lo largo de la obra se enfrentan dos discursos claramente diferenciados: el del joven de ciudad liberal y el del anciano señor Cayo y los difuntos que recuerda. Mientras que los jóvenes piensan en el poder y en cambiar el mundo que les rodea, el anciano es feliz sintiendo cómo pasan los días y trabaja en su huerta. Los jóvenes viven en la complicación, en las prisas, en el sueño del mañana. Fantasean con un futuro mejor, dirigido lógicamente por ellos y para ellos. Mientras tanto el anciano vive el hoy y no se preocupa por su muerte ni la de nadie. Está contento con la visita, a pesar de las impertinencias de uno de aquellos tres personajes.

Al diputado le acompañan Laly y Rafa, en los cuales merece la pena detenernos. Laly es una joven excesivamente preparada, se presenta a unas oposiciones de derecho y quiere aparecer en las listas del partido. A pesar de su discurso feminista sobre la paridad de géneros, es relegada por los hombres de su partido a traer el café y a cargar con las borracheras y los trapos sucios de los demás. Asume el papel de una cuidadora y es censurada en continuas ocasiones por el mero hecho de ser mujer. Está casada con un personaje que aparece brevemente al inicio, pero esto no es escusa para que todos coqueteen con ella y hagan comentarios burlescos sobre su trasero. Junto a ella, la otra figura femenina de la novela es la mujer de Cayo, que no solo no tiene nombre, sino que, además, es muda. Los visitantes no pasan tiempo con ella y su único papel es cocinar. De aquí podemos sacar que aunque el modelo de vida de Cayo pueda antojarse idílico, no representa más que la continuación de otros tantos estándares tradicionales en lo que a roles de género representa.

Por su parte, Rafa podría ser el arquetipo de militante del PSOE en estos años. Habla de la libertad, pero es consciente de sus límites. Busca el progreso, pero quizás como moda. Piensa en la amplitud de derechos, pero no se detiene en los de la mujer y opina que no conviene detenerse en aquellos a los que no es capaz de dirigir su mensaje. Es un tipo que juega mucho con el sarcasmo y que si puede dirigir a alguien un ataque verbal, lo hará sin miramientos. A pesar de ello, no deja de ser un tanto cobarde.

El conflicto entre Rafa y Cayo es evidente. Rafa es incapaz de entender una palabra de lo que dice el viejo porque no ha pisado en su vida el campo. Está acostumbrado a su cultura de Pink Floyd y cine polaco y se niega a entender que una forma de vida rural, donde se presta especial atención al medio que lo rodea, es también cultura. Esto lo entiende rápidamente Víctor, el aspirante a diputado, cuando se sorprende de que Cayo domine, no solo el nombre de los árboles y las flores que lo rodean, sino de que sepa también sus propiedades y aplicaciones para el beneficio humano. Lo cierto es que la conexión entre Víctor y Cayo es muy fuerte y el viejo lo comprende al instante y se siente motivado por convertirse en maestro por una vez en la vida. Víctor está asombrado, no solo por los conocimientos de Cayo, sino por su habilidad física y, especialmente, por su actitud ante la vida.

A Cayo le trae sin cuidado que Franco haya muerto. Durante la dictadura su vida ha sido exactamente igual que antes de esta, salvo por la clara excepción de que todos sus amigos ya están enterrados en el pueblo. La vejez o las apuestas han podido con ellos, la dureza del campo y de los cambios de estaciones, y, sobre todo, el abandono del lugar por parte de las generaciones jóvenes ha contribuido a que Cayo se encuentre solo y sin nadie con quien hablar. Delibes quiere mandarnos un mensaje con esta novela: el campo se muere. Las formas de vida tradicionales no son tan idílicas como se ha querido representar desde diversas corrientes regionalistas y costumbristas, pero no por ello deja de ser triste este hecho. Una forma de vida que surgió con el Neolítico llega a su fin con el auge del progreso. Mientras que en las ciudades se celebra la fiesta de la democracia, en las aldeas más apartadas los ancianos aislados solo desean que su hora no les llegue pronto. 

Esta novela me ha parecido toda una delicia. Además de un contundente mensaje, un desarrollo de personajes impecable y un mensaje poderoso, viene condensada en muy pocas páginas. Se nota que es una novela tardía del autor, pues maneja a la perfección el repertorio lingüístico y la visión cultural de cada personaje y trata de representar este lenguaje como ocurriría en la realidad misma. De esta forma, se aleja del lenguaje empleado en su primera novela, por ejemplo, (La sombra del ciprés es alargada) donde se recurría continuamente a un amaneramiento que no terminaba de convencerme a mí ni al propio Delibes años después. Lo dicho, este es el año del vallesoletano y esta es solo una de las muchas novelas que tengo pendiente de él. 

Dicho esto. Lean mucho, coman con moderación y namasté.

Reseñas de otras obras de Miguel Delibes en esta esquina: Cinco horas con Mario, El camino, Las ratas


domingo, 5 de abril de 2020

¿Fue un crimen? de James Hilton




1928. Revell, un joven estudiante de Oxford que ha escrito una novelita de género negro, es reclamado por el nuevo rector de su antiguo instituto para investigar la extraña muerte, aparentemente accidental, de un muchacho apellidado Marshall. Sorprendido por la enigmática carta, decide volver a la institución que habitó en un pasado. Una vez allí, y a pesar del peculiar comportamiento de todos, no le queda más remedio que marcharse. Simplemente, no hay pruebas que permitan siquiera sospechar de que se haya cometido un crimen. Pocos meses después, el hermano del primer Marshall aparece con el cráneo reventado en la piscina del centro.

A partir de aquí comenzará una novela negra donde todo apunta a que se ha cometido, al menos, un asesinato, pero no hay formas de encontrar pruebas. Estas son inexistentes. Sin embargo, Revell está convencido de poder encontrar a un culpable. De esta forma, la obra nos llenará páginas y páginas sobre posibles teorías que se irán resquebrajando a medida que la información se desvele. Sin la certeza del crimen, cualquier explicación puede ser válida, y el rector opta por la que menos puede afectar a la reputación de su centro: un accidente o, como mucho, un suicidio.

Sin embargo, a pesar de todo el juego que se plantea y la inclusión de tantos personajes, la novela se vuelve predecible por momentos y el final no es como para tirar cohetes. Las pistas que va dejando Hilton a lo largo de la historia, ya sean seguidas por Revell o no, son más que suficientes para que los lectores se anticipen. Generan una expectativa que sitúa a un buen lector a dos o tres giros de la trama por delante del investigador. En otras palabras, la trama, sin dejar de ser sólida, no es novedosa ni excesivamente creativa.

Lo mejor de la historia es, a todas luces, los diálogos entre Revell y el detective de Scotland Yard, Guthrie. A través de ellos se nos permite visualizar cómo Revell está a años luz de un verdadero investigador. Y esto nos hace dudar de la pericia y la fiabilidad de nuestro protagonista. Él no es un experto ni su camino tiene por qué ser el indicado. De hecho, no para de errar planteamiento tras planteamiento. Se deja guiar por sus sentimientos y su intuición, y esta no parece estar a la altura. Señala rápidamente a un culpable, aunque todo esto sea también una táctica del autor, que tiene como objetivo cambiarnos el escenario en el último momento. Mientras tanto, Guthrie sabe jugar sus cartas y actúa como una sombra, amparándose en Revell y colaborando con él, al tiempo que no revela sus auténticas sospechas.

Por otro lado, se nota que la novela está escrita con mimo. Pretende imitar a los grandes clásicos de la narrativa negra de su tiempo y transitar a un estilo propio. Por ello, es lógico también encontrarla en esta colección. Sin embargo, en comparación con otras obras de misterio de esta época se queda un peldaño por debajo.

Lean mucho, coman con moderación y namasté.


miércoles, 1 de abril de 2020

Belarmino y Apolonio, de Ramón Pérez de Ayala




Si alguna vez se han preguntado cuál era esa novela que relataba las desventuras de dos zapateros, uno filósofo y el otro dramaturgo, que en algún momento de su paso por el instituto le habrán comentado sus profesores, que sepan que esa novela es la que reseñamos hoy. Belarmino y Apolonio está considerada por la crítica como la obra capital del novecentista Ramón Pérez de Ayala, que pone fin a su etapa simbolista y pesimista y que abre el camino de sus obras más notables, cargadas de un realismo histriónico que roza el absurdismo y reside en el humor, estando en consonancia con las obras referentes de la Europa de su tiempo. 

Toda la historia comienza cuando el narrador conoce en una fonda de Madrid a un extraño personaje, un cura de disparatado nombre compuesto y poderosa atracción, a pesar de su grosería en la mesa. El narrador no tarda en labrarse su amistad y Pedro Guillén Lope Eurípides decide contarle su historia con todo lujo de peros y señales. A partir de él descubriremos a dos seres increíbles, su padre y el rival de este. 

El primero de ellos es Apolonio, el hijo del mayordomo de una finca de nobles que rehúsa convertirse en religioso o estudiar ingeniería porque a él lo que le apasionan son los versos y no puede literalmente más que expresarse bajo las normas de la métrica. Según él, si no hay una escuela de dramaturgia en Santiago de Compostela, al menos habrá una de zapatería y así fue cómo se labró a sí mismo como un exquisito zapatero. No obstante, la muerte de su señor lo lleva a depender de su prima, una marquesa poderosa y atrevida que trata a su servicio como si fueran seres de su propiedad. Esta marquesa consigue colocar a Apolonio en una nueva zapatería en la mítica Rúa Ruera de la mítica y pequeña localidad de Pilares, donde competirá con Belarmino, quien pronto, ahogado de deudas, tendrá que cerrar su puesto y aceptar a regañadientes la ayuda de la Iglesia y de los marqueses de Niera, ricos devotos que buscan por todos los medios salvar su alma, creyendo que en el cielo hay diferentes estratos y que ellos han pagado por butacas de primera clase. 

Belarmino es también un tanto peculiar, hasta el punto de que los lugareños no saben si tildarlo de loco o de sabio. Creador de un lenguaje propio que solo él comprende y que identifica con el buen hacer de la auténtica filosofía, dedica la mayor parte de su tiempo, descuidando la zapatería, a cavilar sobre todo tipo de metáforas con el fin de explicarse a sí mismo la complejidad del mundo. Solo escapa de ese lenguaje cuando la ordinaria de su mujer le reprende o cuando busca expresar amor por su "hija". Pongo a esta "hija" entre comillas, pues no queda claro en toda la obra si Angustias es la hija de sangre de Belarmino, ya que él mismo da a entender primero que no, su mujer sospecha que sí y al final de la obra hay una intervención de Belarmino que parece indicarnos que si quizás no es su hija, al menos la quiere como tal. 

Esto me lleva a hablar del cuarto personaje en disputa: Angustias. Esta chica actúa como la enamorada de don Guillén, el cura, aunque lo hace antes de que este llegue a aceptar el sacerdocio. El caso es que por designios del destino, los amantes dispuestos a fugarse acaban separados y la pobre Angustias se convierte en algo parecido a una prostituta, aunque tampoco se deja del todo claro, para poder sobrevivir en la capital de España.

Mientras todo esto ocurre se produce el jugo de la novela, la rivalidad acérrima entre Belarmino y Apolonio. Mientras Belarmino comprende que el fracaso de su negocio se debe al nuevo zapatero, decide no despreciar a este ni a su hijo y se concentra en su pasión filosófica. Esto le lleva a que toda clase de ilustres personajes se reúnan para oírlo hablar de todo tipo de cosas sin que nada se le entienda. La intelectualidad se divide entre los que opinan que Belarmino es el sabio del mañana y los que piensan que es un majadero. Hay incluso una facción intermedia que cree que Belarmino emite enunciados con coherencia en un discurso doblemente sustitutivo, pero que estos enunciados no son más que broza, es decir, no existe ninguna genialidad tras ellos. Así y con todo, esta situación no puede evitar poner celoso al fracasado dramaturgo. Apolonio despreciará a Belarmino por robarle a su público.

Belarmino y Apolonio es una novela que pone de manifiesto la ridiculez de la intelectualidad, constituyendo una sátira y una loa de la misma, no solo por emplear un repertorio léxico y una cantidad de registros más variado que cualquier otra novela, sino porque los prismas representativos del pensamiento quedan reducidos a la función utilitaria de los personajes. El que no fabrica zapatos para que anden otros se encarga de remendarlos. La labor de ambos protagonistas los ata al suelo, a la Tierra y no al mundo de las ideas en el que constantemente viven, con el que sueñan despiertos. La vida se convierte en una batalla dialéctica, donde no importan los vencedores ni los vencidos, sino solo el agua que echarse a la boca. Por otra lado, esta rivalidad de egos, esta lucha por construir un discurso perecedero, trastocará la vida de quienes rodean tanto a Belarmino como a Apolonio. Sus hijos serán separados a la fuerza y obligados a seguir caminos para los que no estaban preparados, caminos que no deseaban surcar. 

Con todo esto, deciros que la obra me parece de lo mejorcito que he leído en lo que va de año. Entiendo la reedición de Cátedra de hace algún tiempo y la agradezco. Sin embargo, también Belarmino y Apolonio tiene una serie de pecados que la han hecho envejecer mal. Para empezar, muchas veces recurre a términos que ya eran arcaísmos en la época en la que se escribió y que por más que he intentado buscar me ha resultado prácticamente imposible encontrar. Esto nos lleva al segundo punto, una lectura que te remite constantemente al diccionario, por muy bien hilada que esté, puede poner en jaque a más de uno. El tercer punto es la profusión innecesaria de algunas partes, en ocasiones marcadas como fragmentos que el lector puede tomarse el lujo de omitir por el mismo autor. Lo que me ocurre a mí, en lo personal, con esto es que después de leer Amor y pedagogía de Unamuno soy partidario de pasar de largo cualquier recomendación que me haga el autor y, claro, luego pasa lo que pasa. Aún así, y con todo, he de reconocer que es un novelón y que el esfuerzo que se invierte en leerla va de la mano con una satisfactoria recompensa personal. Tenéis otra reseña en el blog de Villa Molina (donde ponen a parir el libro, para  que veáis que no todo son críticas positivas). 

Y dicho esto. Lean mucho, coman con moderación y namasté.