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martes, 23 de febrero de 2021

Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos

 


Tochtli es el hijo de uno de los mayores narcotraficantes de todo México y es tratado por ello como una deidad, siendo colmado con todo tipo de caprichos. Sin embargo, su vida es brutalmente anodina y carece de cualquier tipo de contacto con otros niños de su edad. Solo en su imaginación sueña con ser un samurái y arrancar cabezas de un tajo como hicieron las guillotinas con los reyes de Francia durante la Revolución de 1789. Sueña con eso y con tener... ¡hipopótamos enanos de Liberia!

Con Fiesta en la madriguera, Juan Pablo Villalobos se estrenó como escritor. Es una pieza muy breve que tiene toda la bizarría (en el sentido castellano y anglosajón) que tanto lo caracteriza, con esos narradores extravagantes que viven en la más pura extravagancia y con esa crítica social que arremete profundamente contra la política de un México en el que lo extraordinario es la tónica de cada día. Yo no he leído a César Aira, pero, por lo que sé, Villalobos es un gran fanático de su prosa, y lo que conozco del argentino concuerda a grandes rasgos con el estilo del mexicano. De una situación más o menos realista comienzan a desprenderse una sarta de momentos inverosímiles, como si asistiéramos a una alucinación. La visión del niño es tratada con simpleza, pero, al mismo tiempo, es capaz de atemorizar al lector, puesto que carece por completo de inocencia. La muerte se vuelve, como en tantas otras novelas mexicanas, algo natural con lo que convivir hasta el punto de llegar a la indiferencia.

De fácil lectura, pero rápidamente olvidable. Fiesta en la madriguera no es el mejor libro que Villalobos haya escrito, pero al menos te entretiene y aprendes que el hipopótamo pigmeo existe en el mundo (en diminutos pantanos de Liberia, no en todos). Tiene pinceladas cómicas de la casa, algunas con mayor acierto que otras. Aún y con todo, sigue siendo mucho mejor novela que ese despropósito que ganó el Herralde:  No voy a pedirle a nadie que me crea.

Reseñas de otras obras de Juan Pablo Villalobos: Si viviéramos en un lugar normal, No voy a pedirle a nadie que me crea

domingo, 5 de agosto de 2018

No voy a pedirle a nadie que me crea, de Juan Pablo Villalobos



Juan Pablo nunca ha confiado demasiado en los chanchullos de su primo, un pusilánime que aspira a volverse de oro y a quien no le importa con quién se tenga que asociar para llevar a cabo toda clase de proyectos que se lo permitan. Se han visto poco, pero a Juan Pablo, que está a punto de abandonar su país (Estados Unidos Mexicanos) para hacer un doctorado en Barcelona, recibir una llamada suya lo pone inmediatamente alerta. El primo, creyendo hacer lo correcto, le ha metido dentro de una turbia operación de tintes mafiosos donde las vidas de Juan Pablo y de su novia Valentina están seriamente amenazadas. Tendrá que seducir a una compañera de seminario, una tal Laia, hija del mandamás de la Generalitat. El objetivo del licenciado, gran capo mexicano, es utilizar esta conexión para poder blanquear dinero obtenido ilegalmente. Sin embargo, son numerosos los obstáculos de por medio. Laia es lesbiana y su tío no acepta esta duda sobre su orientación sexual. Además, la mafia italiana los está vigilando y podrían haber traidores dentro del complejo mecanismo articulado por el licenciado.

Con esta sinopsis deducimos que los momentos propios de un género como el thriller son inevitables y aunque los tiene, la novela no se pierde por estos derroteros y estrategias ya tan manidas. Intenta buscar una estructura propia basada en la fragmentación de los contenidos y en la alternancia de distintas voces y tipologías de discurso, que a mí en lo personal me recuerda mucho a la narrativa del camaleónico Manuel Puig. Por un lado, leemos una novela autobiográfica de Juan Pablo Villalobos, el protagonista (que no el autor), quien cuenta sus encuentros con los mafiosos y cómo estos le guían hacia su perdición. Por otro, quedan las cartas de advertencia del primo, "cargado por la chingada", quien va desvelando parte del entramado para que Juan Pablo pueda tratar de defenderse y las cartas de la madre, quien prefiere soñar despierta con la satisfactoria evolución de su hijo, quien ha mejorado su estatus al unirse sentimentalmente con una europea rica, guapa e inteligente. Finalmente, están los diarios de Valentina, la novia despechada e utilizada por Juan Pablo y por la mafia sin ella saberlo y que constituye la parte más entretenida de la narración al no perderse ni en el humor barato, ni en el coloquialismo, ni en el academicismo como los demás. Estas voces se entremezclan en una narración que va desvelando poco a poco su complejidad y que sigue unas ciertas reglas de gestión de intriga que no funcionan como deberían a causa de lo disparatado de los hechos.

No voy a pedirle a nadie que me crea no es una novela tan estrambótica como Si viviéramos en un lugar normal, pero tampoco pretende ser verosímil. Deja ciertas claves de duda que forjan una visión ambigua de la situación expuesta. El gran elenco de personajes que despliega es prototípico, simples parodias de personajes cotidianos y no cotidianos que acaban siendo pincelados como meros figurantes de un chiste. El escritor, desde el personaje de Juan Pablo, juega con esta estructura en varias ocasiones, demostrándola directamente al lector sin ningún tipo de tapujo:
 "Estaban una vez un mexicano, un chino y un musulmán en una reunión con un mafioso mexicano en la oficina de una bodega abandonada de Barcelona, solo que el musulmán no era exactamente musulmán, era un pakistaní ateo. El mexicano, el chino y el pakistaní no se conocían entre ellos, era el mafioso mexicano el que los había reunido para explicarles el funcionamiento de un negocio. O no exactamente el funcionamiento de un negocio, sino más bien lo que cada uno de ellos tenía que hacer para que el negocio funcionara, aunque en realidad ninguno de los tres entendiera exactamente cómo funcionaba el negocio y el mexicano, en especial, no entendiera nada."
El lector rápidamente puede entender por qué se hace esto: para deshumanizar a las personas que están siendo víctimas del crimen organizado y que no encuentran escapatoria, lo que hace que el chiste sea más agrio de lo que uno espera. Hay en la novela mucho humor negro, del que te hace reír y también del que no. Por eso y por otras cuestiones, esta lectura es ardua. La inclusión del amplio conocimiento literario del escritor para construir a personajes como Juan Pablo y Valentina, amantes de la ficción narrativa, se torna bastante esnobista. Personalmente, he disfrutado los momentos en los que se habla de la risa según la entendía Baudelaire, me he apuntado el nombre de Ibargüengoitïa y de otros cuantos más y estoy deseando echar un ojo a las narraciones de Fray Servando sobre la ciudad de Barcelona y su inmundicia, pero también entiendo que soy un lector muy específico. Ciertos juegos y referencias las conozco o me interesan profesionalmente porque estudié Literaturas Comparadas en la Universidad, pero sé muy bien que toda esta fanfarria aburriría a un lector más casual o menos técnico.

Tampoco veo que cuadren estos dos ámbitos discursivos tan distantes. Al final del popurrí queda una novela de inmigración con gánsteres escrita a medias en un tono cómico paródico e intelectual-academicista. ¿Con qué parte entra el lector en ella? Hace unos días hablé del libro con una chica mexicana de Erasmus en España. Ella no lo había leído, pero después de mis apreciaciones decidió que no quería leerlo. ¿Por qué? Porque, aunque No voy a pedirle a nadie que me crea expresa esa incomunicación, esa incomprensión del emigrado, del estudiante extranjero en España, su perspectiva es tan específica que dinamita cualquier oportunidad de sentirse identificado con su protagonista. El tono cómico se vuelve en ocasiones tan cargante y facilón en contraste con las influencias citadas continuamente por el escritor que no termina de cuajar. Solo la parte de Valentina me entusiasma, quizás porque en ella se destierra un poco más lo estrambótico y nos podemos aproximar de verdad gracias a su soledad -sentimiento que todos hemos vivido alguna vez- y el rechazo no aceptado del amor de su vida -tan común en la vida de cualquiera.

Como elemento de cohesión importante, Villalobos recurre a la repetición de la frase del título y de otras tantas, colocándola en boca de diversos personajes. Una estrategia muy buena por su sencillez, pero que sigue sin ser nada del otro mundo. Parte de la autoficción, colocándose a él como protagonista de una fábula alucinada. Esta estrategia, muy de moda últimamente, me parece bastante llevadera y pocas veces se hace bien. En este caso el resultado es decente para lo que me he encontrado por ahí. La autoficción se me antoja siempre más fácil que otras formas de la ficción biográfica, a pesar de ser la combinación de distintas fuerzas. Hablar desde uno mismo suele ser menos trabajoso que hablar desde otra voz inventada. La libertad de la autoficción de poder meter en la narración cualquier capítulo de tu vida, literalmente lo que te venga en gana, me parece un chollazo para el escritor. Quizás valoro mucho la incomodidad a la hora de escribir. Suele ser más complejo hablar desde espacios no familiares que construir desde la cercanía y aunque hay maravillosos casos de historias levantadas en los lindes de la vida particular de cada uno, no sucede lo mismo aquí con No voy a pedirle a nadie que me crea. Tenéis otra reseña bastante en mi línea en Vagando por Urano.

Más reseñas de obras de Juan Pablo Villalobos en esta esquina: Si viviéramos en un lugar normal, Fiesta en la madriguera



martes, 3 de octubre de 2017

Si viviéramos en un lugar normal, de Juan Pablo Villalobos



En Lagos de Moreno (México, 1980s) la vida no se presenta como un desafío sencillo para la humilde y estrambótica familia de Orestes, el segundo de los hijos del profesor de civismo helénico de un instituto de provincias. Mientras que su padre se dedica a achacarle su pobreza a los políticos del momento, gritándole improperios a la televisión como si esta pudiera transmitirles su indignación de alguna forma, su madre cocina quesadillas, muchas quesadillas, quesadillas por encima por encima de sus posibilidades, tantas y tan bien clasificadas que gracias a ellas el joven Orestes puede extraer lecciones vitales de economía en función de la cantidad de relleno. Por otro lado sus hermanos cuentan con múltiples reminiscencias a los héroes cuyos nombres toman: Aristóteles, Calímaco, Electra, Cástor y Pólux. Lo curioso es que con estos nombres y un padre, en teoría, tan bien formado los chicos no van a la escuela y tienen que buscarse la vida como buenamente pueden. La novela narra el paso a la adultez del joven Orestes y de lo que le ocurre a él y a su familia durante este proceso plagado de experiencias inverosímiles y divertidísimas. 

Villalobos emplea un estilo coloquial que me ha llamado muchísimo la atención. En la casa de un chico como Orestes el insulto parece ser el deporte nacional. Es verdad que en México especialmente hay una amplia variedad de adjetivos y expresiones para ejercer esta práctica verbal y son muy bien aprovechados aquí por Villalobos para introducir un aire cómico y dinámico a su obra. Lo cierto es que empezar a leer una historia con una frase como "vas y te chingas a tu reputísima madre, cabrón, ¡vete a la chingada!" es lo último que espera el lector y puede llegar a encontrarlo inapropiado y de mal gusto, pero no deja de ser una oración posible y creíble en los personajes que se van a ir desarrollando en las páginas de Si viviéramos en un lugar normal. Es rompedor y aporta vitalidad a la familia de Orestes; la vuelve cercana, humana. Pero si bien este tipo de claves lingüísticas estarán llenas de realismo, los sucesos narrados serán completamente alucinados, superando el "realismo mágico" de autores como García Márquez -no quiero decir con esto que sea mejor escitor Villalobos, por supuesto-, pues un personaje como Orestes, con su lógica fría y su gran inteligencia es incapaz de legitimar toda validez del mito aún cuando este se presente en carne y hueso frente a sus ojos, y se negará a aceptar lo que le ocurre a él y a su familia hasta que todo sea tan absurdo que no le quede más remedio. Entre las locas aventuras de la familia de Lagos hay desapariciones dobles, abducciones extraterrestres, conflictos de clase, batallas campales, políticos fantasmas, instrucciones para cocinar buenas quesadillas, inseminaciones de vacas, artefactos fantásticos y mucho más. 

La explicación a todo esto es sencilla, Orestes no vive en un lugar "normal" como Europa o los Estados Unidos y por eso su vida está llena de bizarradas. Villalobos escribe con mucha sorna para los lectores de fuera de México y expone su país de una forma grotesca, exagerándolo descaradamente hasta que su discurso queda convertido en una parodia de los textos literarios reconocidos de la región -especialmente del Pedro Páramo de Juan Rulfo- a partir de los cuales el resto del mundo se imagina como es México. En ese sentido, Si viviéramos en un lugar normal se convierte en una sana gamberrada con la que podemos reírnos mucho y que nos sirve para cuestionarnos la visión que tenemos a partir de lo que leemos. Como novela no es que sea brillante, pero sí que resulta muy entrenida y debido a su brevedad, se puede decir que merece bastante la pena leerla. 

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