Mucho antes de la llegada de Freud ya se había hablado del ser humano como ese animal que lucha consigo mismo por ocultar/reprimir una serie de impulsos que considera grotescos y que no encuentran cabida en la sociedad moderna. No hablo ya de la máscara de lo políticamente correcto, que en su superficie intenta liberarnos de nuestros prejuicios con un lenguaje y una forma de actuar que en muchos casos se torna artificiosa y que suele secundarse en pos sólo de agradar a quién tenemos enfrente. Pilar Pedraza en esta breve, pero sólida, novela va mucho más allá de todo esto y nos plantea un problema que se vincula directamente con los conceptos nietzscheanos de eros y thanatos, el sexo y la muerte, que nos conducen a una determinada conducta instintiva a través de la cual aparecerían todo un conjunto de sensaciones y sentimientos que transitan desde el amor al miedo, pasando por el asco o la tristeza. La protagonista de La pequeña pasión lucha para no sucumbir a estos instintos, pero no niega la tremenda atracción que le provocan ideas tan mórbidas como su propio deseo de sufrir o de morir y esto le crea un complicadísimo dilema porque al mismo tiempo no desea aquello que le atrae o no quiere desearlo por no considerarlo correcto. Con ella vendrá una culpa autoimpuesta que habrá de fustigar -y deleitar (o elevar)- su alma a lo largo de las ciento y pico páginas que tiene esta edición de Tusquets. Hay aquí, al igual que en Paisaje con reptiles, una retórica sadomasoquista construída en base a símbolos muy claros y desvinculados de lo estrictamente sexual que le aporta un tono trascendental, aunque bien llevado, a una narración que roza lo deprimente por su lenguaje sin tapujos que saca toda la cloaca interior del ser humano.
Nuestra protagonista es una historiadora que pasa por un momento crucial en su vida, en el que sólo puede dejarse llevar y experimentar las sensaciones del futuro reciente y truculento que le tocará vivir. Su situación durante toda la novela dependerá en buena medida de tres hombres muy distintos y con los cuales guarda relaciones en las cuales el amor se ve expresado de maneras muy dispares. Por un lado está su marido (Gabriel), médico aficionado a las motos que la engaña con una tal Marina. La historiadora no parece tener nada en común con él en este momento vital, pero la llama de la pasión de hace años (¿o será la simple costumbre?) sigue latente en ella. Se trata de una relación posesiva en la que ella lo quiere para sí al completo, él cree que puede hacer lo que le dé la real gana y ninguno de los dos tiene pinta de querer dar su brazo a torcer. Gabriel sabe que hay algo mal con su mujer y se siente atraído y repelido por el abismo que encuentra en ella.
El segundo hombre es un escultor amigo de la historiadora que muestra mayores impulsos hacia la muerte que el resto de los personajes. Tras presionarse durante años para convertirse en un gran maestro de su arte, su fracaso como escultor sin reconocimiento alguno y su soledad lo han llevado a desarrollar una serie de conductas suicidas. En otras palabras, ha superado los mismos miedos que tanto atraen a la historiadora y se ha cortado las venas para luego volver a la vida -bebiendo su propia sangre- cansado de la autoexigencia del mundo actual. Es por esto admirado por ella, quién busca un nuevo mentor en el camino ante la inevitable muerte de Partenio.
Partenio es, pues, nuestro tercer hombre. Maestro de la infancia de la historiadora, le enseñó la fugacidad de la vital y la brutalidad de la misma, le desprendió de toda aprensión a la muerte y a lo depravado y la acercó a un mundo mucho más abierto, pero también por lo mismo mucho menos ingenuo. Partenio había elegido rodearse de la fealdad y lo incomprendido para desarrollar su propia visión de la estética del cosmos y eso le habría llevado a convertirse en una especie de profeta en estos temas para la joven historiadora.
La pasión de ella hacia los tres, tan distintos y con dilemas tan cercanos al mismo tiempo, estructura esta novela de Pedraza, constituyéndola toda una delicia, donde queda reflejada esa búsqueda y a la vez huida del abismo que somos nosotros mismos y que se encuentra proyectado en los demás de unas formas u otras. El estilo lírico cargado de metáforas y símbolos no hace sino mejorar un texto que podría haber caído en el cliché, pero que ha sabido sobreponerse y que, sin duda, ofrecerá una experiencia muy placentera a un tipo de lector muy concreto, al que le guste reflexionar estos temas que no destacan precisamente por ser muy alegres. Tenéis otra reseña en Letras en tinta, donde se centran en más aspectos de la novela que yo no he tratado aquí.
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