martes, 7 de abril de 2015

El hospital de la transfiguración, de Stanisław Lem

Juego de grises con locos y cerdos…


Stanisław Lem comienza la que sería su primera obra, ésta, que casi nada tiene que ver con su pasión posterior con la ciencia ficción, con la noche solemne de un entierro. Sin embargo, la elegancia y el respeto a la noche, el mantenimiento de los ritos humanos, civilizatorios, se irá desvaneciendo a medida que avance esta novela hasta que todo quede colapsado por un nivel de bestialidad burda, de animalismo instintivo. Lem parece recordarnos qué somos en cada página de esta novela: animales pudorosos que juegan a ser hombres y que en momentos de crisis se quitan sus antifaces y se gruñen los unos a los otros con los hocicos llenos de mocos y la colmillada al aire libre. Lem juega desde la primera frase a crear el ambiente idóneo: una atmósfera de tristeza colectiva, de vacío (un familiar muerto) que intenta llenarse (mediante una reunión de hermanos, primos, cuñadas y abuelas que no se soportan y que fingen estar a gusto). 

No es el único contraste en la novela. En uno de los fragmentos más interesantes se debate sobre el arte por el arte en contraposición con el arte comprometido. El yo egoísta, la ignorancia deliberada de los problemas sociales pertinentes por parte de algún que otro personaje (Sekułowski, Marglewski) a favor de los intereses personales en los campos de la investigación formal en una disciplina o de las reflexiones vitales íntimas, común a todos los hombres, pero que al mismo tiempo considera a todos ellos, menos uno (el que piensa y crea), contingentes es un tema de choque de especial interés en la obra, de la misma forma que también puede serlo el contraste entre un poder (el de los nazis; pues la obra está ambientada en un sanatorio mental cercano a Cracovia durante la ocupación alemana de Polonia en la Segunda Guerra Mundial), un poder, decía, lleno de prejuicios dogmáticos, y una razón, un intelectualismo vivo, más humano, abierto y comprensible, pero que, al carecer de poder, queda limitado y sufre de impotencia. Siempre queda la posibilidad de rebelión, pero las consecuencias, debido al momento histórico, siempre acabarán siendo nefastas. 

Un cuarto contraste a todo esto es el de locura versus cordura: quién es un loco en esta sociedad y quién carajo no lo es. A Stefan, nuestro protagonista, después de asistir al entierro de su tío, se le ofrece la posibilidad de trabajar en un manicomio aislado en las montañas, cerca de un campo de concentración. Estamos en plena guerra y es una zona que recientemente han ocupado los nazis. Pronto se impondrán sus directrices, su visión de la nación como un organismo vivo con partes enfermas (judíos, negros, homosexuales, comunistas,… y locos) que, según sus principios, deben “extirpar”. El trato humano con los pacientes se reducirá a estas máximas de dolor: cada vez menos medicinas, el fomento de una experimentación inhumana y de métodos polémicos como terapias de electroshocks y lobotomías y, finalmente, una amenaza de exterminio en masa, donde culminará el crecento de brutalidad de la obra, llevando a sus personajes a un instante de crisis plena. Pero, “¿quién es el loco, el auténtico loco?” parece preguntarnos Lem. Hay instantes en los que los mismos pacientes del hospital parecen más humanos, más sensatos y sanos que muchos de los personajes que presumen de estar en sus cabales. En cierto momento una interna le comenta a Stefan que se siente como la única cuerda y que necesita abandonar el centro como sea. Su cortesía y naturalidad al expresarse, el temblor de su voz al rogar la intervención del nuevo doctor, quiebran a Stefan, que, después de asistir a las torturas atroces que cometen algunos médicos, celadores y enfermeras con los pobres desgraciados, siente la necesidad de marcharse él mismo sin demora. Los personajes exteriores al recinto no están menos locos que los de dentro: el extraño comportamiento misantrópico del padre del protagonista, una especie de místico intento fallido de inventor, es cuanto menos curioso, y eso, dejando de lado a los soldados adoctrinados de las SS y a los habitantes de la subestación de electricidad cercana al mismo hospital. 

Lem deja también la pregunta abierta de los cerdos. A ver, me explico: al animalizar la obra a medida que avanza y se internan en ella paulatinamente los nazis, el escritor deja abierta la pregunta de quién es más cerdo, si, por un lado, los propios nazis, o los que, por otro, como Sekułowski, deciden no tomar partido y aceptar unas directrices de forma sumisa, muchas veces apoyando físicamente esas mismas directrices con las que no simpatizan, para salvar la vida. Así puede establecerse una dicotomía entre locos y cerdos, de la que escapa un reducido tercer grupo integrado por el protagonista, el viejo director del sanatorio Pajpak, Stezsek, la doctora Nosilewska, Kauters, que constituye un personaje en el cual Lem ensaya el desarrollo de una especie de arrepentimiento, y el cura, que ni en sus últimos minutos rechaza su fe. Quizás me falta, a grandes rasgos, alguno que otro, pero lo interesante es como esa razón con escasa representación en el mundo de la obra, sigue viva de principio a fin, constituyendo una oposición pasiva al mundo de los cerdos y de los locos. Recuerdo, a propósito de todo esto, un poema de Marina Tsevetaieva que decía así:

“Me niego a ser
Me niego a vivir
En un Bedlam de no-humanos
Me niego a aullar
Con los lobos en las plazas.
Me niego a nadar
Con los tiburones
Aguas abajo por la corriente.”

Sin embargo, todo esto es insuficiente para Lem. Pues su propia obra no es sólo moral y política; también tiene una fuerte base de metafísica y de rechazo a la metafísica. Por un lado tenemos la fe en la otra vida, la creencia en el Dios redentor encarnada por los dos curas que aparecen en la novela y, por otro, queda el tío Ksawery, médico abiertamente ateo, y su sobrino, el propio Stefan que, en un cierto momento de la obra, tendrá un diálogo con el cura Niezgłowa, a mi juicio, brutal. ¿Cómo puede Dios existir y permitir las matanzas de seres humanos? ¿Pero a qué atenerse el Hombre si decide su razón que no existe ningún ser superior? ¿En qué creer? ¿Debe uno perder toda esperanza ante el panorama que nos propone Lem?

Densa y completa como ninguna, con cierto aire ominoso en cada punto y aparte, en el olor a bromuro que desprenden sus páginas, en los gestos de cada personajes, en sus psiques elaboradas admirablemente por el genio polaco, en cada historia de cada nuevo paciente… Un servidor se siente como si hubiera vivido en ese hospital maldito durante meses, como si hubiera despertado de una pesadilla… Una pesadilla cuyo final te entristece porque no quieres que acabe. Repetiremos con Lem pronto.

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