jueves, 17 de diciembre de 2015

Catilina, de Henrik Ibsen




Es posible que de ahora en adelante me veáis comentar por aquí muchas obras dramáticas de este autor noruego. No en vano, pude hacerme con la recopilación de sus obras (casi) completas traducidas al castellano hace muy poco y a un precio relativamente bajo en una librería de segunda mano. Aún y con todo, no creo que sea una mala traducción.  Uno de mis propósitos de este año que arrancará en pocas semanas será leer todas ellas y dejar aquí algún que otro comentario no demasiado extenso.

Dicho esto, empecemos.

Catilina se basa en una historia real, aunque Ibsen añade gran cantidad de elementos que no aparecen en las crónicas históricas, modificando bastante lo que se dice que ocurrió realmente. De todas formas, la versión de Ibsen no está estrictamente en desacuerdo con la de Cicerón. Es, a todas luces, un drama histórico adaptado al gusto romántico de la época. Con mucho sentimiento por ahí. Mucho amor heroico por allá. Y mucha crítica al sistema e incitación a la revolución por acullá. Muy en consonancia con la literatura esencial de la primera mitad del s. XIX, de la que se nutre. 

La obra está centrada en el personaje mismo de Catilina, un patricio romano que convierte su dinero en poder de cualquier tipo. Las monedas de Catilina pueden servirle lo mismo para amañar las elecciones del pueblo romano como para violar a jovencísimas vestales, y, a pesar de que no siempre se mueve con fines egoístas, los medios que utiliza son siempre tramposos. Catilina es el héroe, pero no es un personaje ejemplar y eso es algo que al lector (o al espectador) debe de impactarle mucho. No es personaje con el cual se pueda empatizar, sino que es más digno de ganarse nuestro odio, porque, si bien es verdad que tratará de redimirse a lo largo de la acción, su arrepentimiento nos suena forzado y egoísta. Se levanta contra la injusticia, o eso cree él. Sobre su espalda lleva a cuestas a una pequeña revolución que pretende mejorar la situación de los patricios (aburguesados romanos), y sólo de los patricios, frente al gobierno centralizador de la República. Su terquedad y su ceguera lo llevan a una guerra que sólo puede perder y que le servirá para darse gloria. Sobre Catilina operan la incertidumbre del hombre que no sabe vivir en el dilema de su tiempo y que elige una opción poco sensata, aunque ambiciosa e impulsiva, que lo acabará conduciendo a la tragedia.

Dicha incertidumbre viene fomentada por el discurso de los dos personajes femeninos de la obra: Aurelia, su esposa, y Furia, la vestal de la que está enamorado y que trata de tomarse en él la venganza por el suicidio de su hermana del cual Catilina es directamente responsable. Mientras que Aurelia es compasiva con las penas ajenas y constituye el modelo patriarcal de mujer perfecta que ama a su marido “hasta la muerte”, queriendo apartarlo del peligro en todo momento para llevárselo a la calma del campo lejos de Roma, Furia es pasional, inclemente y representa el deseo romántico e imposible (debido a la muerte de la hermana) de Catilina, además de su visado a la perdición. Si Aurelia es la templanza y el estatismo (como la llanura), Furia es el impulso y el dinamismo (como una cordillera). El enrevesamiento que otorga un personaje como Furia a la obra es enriquecedor, aunque el espectro de las mujeres posibles que nos deje aquí Ibsen sea tan simplista y conservador. Por un lado, tenemos a la mujer ángel para el hombre (Aurelia) y por otro a la femme fatale (Furia). La falta de distinción de Catilina lo lleva a su fin nefasto. Moraleja uno: el amor es ciego y hazle caso mejor a la razón. Moraleja dos: no seas infiel o no pretendas serlo. Moreleja tres: no ambiciones más de lo que tienes. Moreleja cuatro: bah, si se me ocurre algo más lo cuelo al final de la reseña como quien no quiere la cosa. 

Otro detalle a tener en cuenta es lo profundamente egoístas y mezquinos que pueden llegar a ser los personajes principales (Catilina, los patricios, Furia, Curio y, en cierto modo también, Aurelia, que no quiere la libertad del pueblo romano, sino la paz propia en un mundo rural aparte). La reflexión del propio Catilina tras la aparición de la sombra en el bosque es especialmente ilustrativa en este sentido:

“CATILINA: (…) ¿Entonces también agita a las sombras la ambición?" (Acto III)

Y es que nadie se escapa de este entuerto decadente. Hay que decir que Catilina tiene bastantes semejanzas con el teatro isabelino inglés (el tema presente de la venganza y las apariciones de fantasmas recuerdan a Shakespeare y a sus coetáneos) y con el teatro clásico (las profecías en sueños y las visiones propias de narraciones como Edipo Rey). Ibsen asimila la tradición y construye una tragedia tardorromántica bastante notable, muy bien estructurada y con muy buenas intervenciones. En definitiva, sería más que recomendable si no fuera por la visión muy pobre que da de la psicología femenina y el implícito contenido moralizante.




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