domingo, 23 de agosto de 2015

Grietas, de Santi Fernández Patón

Agrietado, sin duda...



Siempre se ha dicho que lo peor que puede ocurrir cuando lees un libro es que éste deje en ti una infinita sensación de impotencia, de que podría estar mejor escrito y no lo está. Fernández Patón no demuestra ser un mal escritor en Grietas, pero ésta tampoco ofrece nada que no hayamos visto antes, nada que lo haga destacar lo suficiente como para ganar premios importantes por unanimidades y, sin embargo, uno -este XIX Premio Lengua de Trapo de Novela- lo ha ganado. ¿Qué quiere decir esto? Pues que ideas buenas no le faltan, que puede que no hubiera ninguna joya entre las demás participantes y que, supongo, se ha debido premiar eso.

La historia trata más o menos de un hombre de unos treinta y tantos que al poco de mudarse a Málaga desde Granada huyendo de sí mismo debe de afrontar dos problemas bastante puñeteros: hacerse cargo de una hija de cuatro meses llamada Alicia cuya existencia desconocía y ayudar a su amante, una tal Lucía, la cual parece manejarlo a su antojo, a superar la anorexia que lleva arruinándole la vida desde la adolescencia. El ambiente en el que se mueve –los disgustos callados del padre, el abandono de Alicia por parte de su madre como forma de rebelión contra el patriarcado, el sacrificio de su perra enferma y cómo su vieja amante vegana le dice con tranquilidad que sólo era un perro, las extrañas relaciones sexuales que mantiene con Lucía, las manifestaciones donde asiste a como los antidisturbios llenan las ambulancias con civiles a su lado y no se arregla el panorama, la presión de su trabajo como tele operador a tiempo parcial donde apenas llega al mínimo de ventas, la desaprobación de la familia por las novelas que ha escrito, que han llegado más allá de dos editoriales locales y que parecen sacar a la luz demasiados trapos sucios-; todo esto, el ambiente, es, sin duda, desalentador. A pesar de todo, no hay lugar para la desesperación, sobre todo delante de su hija. Las mujeres que rodean al protagonista –Lucía, Raquel (madre de Alicia) y Sonia- no se alejan de este aire nefasto. Lucía no sólo padece de anorexia, también tiene que lidiar a diario con un novio que no le aporta lo suficiente, con la frágil situación económica de esta pareja, con un hermano delincuente que se dedica a robar y vender droga, con los exámenes de la universidad a la que ha vuelto mucho después de abandonar los estudios, con la separación de su padre desde que descubrió que tenía una segunda familia. Por su parte, Raquel no es capaz de aceptar su heterosexualidad vulgar por moda y trata de camuflar todos los encuentros sexuales que tiene con hombres de la misma forma que diciendo ser vegana no se inmuta ante la muerte trágica del animal de compañía de su amante. Y, finalmente, Sonia debe luchar también con el recuerdo de las enfermedades mentales de su hermana, el suicidio de su primera pareja, los reencuentros con viejos amantes, un divorcio y varios niños a su cargo. Las relaciones del protagonista con estas tres mujeres y sus numerosas grietas darán como resultado la novela que nos ocupa.

Grietas funciona francamente bien como mecanismo representativo de una época, de la que estamos inmersos, la de los McDonald’s, los selfies, el 15M, el feminismo radical, el aislamiento del individuo en lo que, paradójicamente, han venido a llamarse redes sociales, etc. Pretende alzarse como una obra cargada con el espíritu de una generación y, si bien consigue esto, olvida otros elementos que deberían considerarse fundamentales siempre a la hora de escribir: uno debe lograr entretener al lector y que éste no desee en ningún momento tirar el libro. No sé si se debe a que ya estoy demasiado familiarizado con la época en la que vivo como para que cualquier detalle adicional sobre ella me aburra soberanamente, pero me gustaría tender a pensar que no es así. Me gustaría tender a pensar que si he querido lanzar el libro por la ventana no se debe tanto al contexto donde se sitúa, sino a la forma tan pesada en la que está escrita, al lento avance de los personajes y a la reiteración innecesaria del escritor en temas que ya deberían de estar más que solventados. Es interesante la lucha contra la anorexia, de acuerdo, pero no son necesarias tantas páginas para explayarse en él en una obra de ficción si esta lucha no avanza y siempre que se menciona aparece de la misma forma. El escritor tampoco destaca por su maestría en los diálogos, donde algunos llegan a resultar artificiosos. De igual manera el narrador parece estar sobredocumentado y, a veces, eleva el tono hasta un punto de solemnidad que me resulta estresante e irreal para lo que describe. No digo que no sea bueno documentarse, pero mostrar toda esa documentación saliendo de los labios de un narrador que representa a un personaje que no tiene nada de especial lleva a un distanciamiento entre el personaje que se crea y el prototipo de lo que vendría a resultar éste en la realidad. Esto me lleva a pensar que el gran fallo de la novela quizás se halla en el hecho de que el narrador esté en primera persona y no en tercera, lo que podía haber dado lugar a mucho más juego. También podría haber jugado con una combinación de voces, tal y como hace Miguel García en Martín Zarza, novela al estilo de ésta y que en su día me gustó bastante más. Qué sé yo, podría haber hecho muchas cosas porque las ideas no son malas y en la obra hay hasta fragmentos muy buenos. Pero el caso es que no las ha hecho y eso no deja de ser una pena porque a uno le da la sensación de que Patón puede llegar a hacerlo mejor si se lo propone con el tiempo.

Deben haber más reseñas de Grietas en Letras en vena (donde vienen a destacar más o menos los mismos problemas y aciertos que yo y se muestran optimistas con el escritor en su futuro) y en numerosos medios periodísticos que no destacaré porque no me convencen en absoluto. También hay una reseña muy extraña en una tal Revista Tarántula que tampoco enlazo, aunque es fácil encontrarla en Google, porque me parece de mal gusto tanto para el escritor como para los lectores por su chulería y machismo explícito.

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Viento del Norte, de Elena Quiroga


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