Ya hace más de una semana que apareció por aquí un fragmento de esta obra con la que Ryu Murakami ganó un Akutagawa en 1976. Como nota aclaratoria a ese fragmento yo quería indicar que pertenecía a lo que viene siendo casi el final del libro y advertía a quien quisiera leerlo que si no había leído la obra completa difícilmente podría sacar algo en claro y también decía yo que, sin embargo, si me apetecía destacarlo especialmente era porque, sin duda, constituía uno de los mejores momentos de la novela y porque me serviría para dar más fuerza a las ideas que tenía pensado expresar en esta reseña. En ese texto aparecían dos personajes: un tipo muy raro que decía que veía un pájaro negro que se lo iba a comer y otra tipeja que comenzaba a gritarle que se estaba volviendo loco y que acababa por marcharse pitando por la puerta, dejando al primero en un estado de delirio que entendemos los lectores que jamás había experimentado.
El tipo es un japonés de diecinueve años que, por las continuas coincidencias entre él y la vida real del escritor, que también se llama Ryu, se puede deducir que es una suerte de alter ego. Además, también es el protagonista. La tipeja es Lilly, una norteamericana con la que tiene una relación sexual sin compromisos de la que sólo sabemos que es rubia y que le gusta pincharse heroína sin esterilizar la aguja. Lo norteamericano y las drogas están muy presentes en la vida de Ryu y, por tanto, en la obra. El principal culpable es la cercanía de una base militar de los EEUU construida tras la Segunda Guerra Mundial y bajo cuya sombra vivió Ryu Murakami hasta los veinte y pocos. Lejos de rechazar la influencia de los estadounidenses y de encerrarse en su propia cultura milenaria, Ryu los acoge, adoptando rápidamente sus costumbres y tomando por su lema principal el “Sex, drugs and rock’and roll!”. Pronto se convierte en un destacado camello de todo tipo de sustancias y un reclamado organizador de fiestas y orgías entre norteamericanos y japonesas. Él y sus amigos japoneses se ven inmersos en este mundillo de sexo descontrolado, drogas duras y rock inglés en discos de vinilo tan propio de los años setenta americanos. Esto no es especialmente bien visto por Murakami, quien elige retratar momentos crudos de esta realidad de manera muy intencionada. No obstante, no resulta del todo convincente; su escritura, paradójicamente, se acerca mucho más a la tradición norteamericana de la Generación Beat –como si quisiese reivindicar su integración como miembro tardío- que a la de la cultura japonesa. Casi se puede decir que, en cierto modo, desaprovecha la enorme cantidad de elementos culturales que dispone su país para escribir algo que pudiera digerir con más facilidad un público occidental. No sólo se puede ver aquí el influjo de Kerouac y Burroughs, también hay un leve toque del Fitzgerald de Gatsby en el estilo y una referencia más que clara a Edgar Allan Poe. El pájaro negro que Ryu ve en su delirio no se halla muy lejos del famoso cuervo del maestro del género del terror; la misma escena, ese terror pasmoso, ya nos remite a él.
El miedo, así como el deseo de morir, puede presentarse en cualquier momento: tras un mal revolcón, en una excursión a la playa, cuando uno se inyecta una dosis por encima de la que debería, etc. Sin embargo, es esta cercanía al horror la que lo vuelve natural a los ojos de los demás, que ya han experimentado sensaciones parecidas y siempre han sabido reponerse, y es así como puede explicarse la infinita frialdad, tan chocante cuando uno empieza a leer la obra, y la pasividad de los personajes centrales, que se miran los unos a los otros sin inspirar tranquilad, sin inspirar nada más que la necesidad de otro pinchazo, de otra calada o de otra pastilla de Andrax. En este sentido, Ryu es particularmente un ser pasivo, un protagonista que no tiende a actuar más que lo justo, que prefiere que se luzcan los demás, como alguien sin encanto, sin carisma, sin ningún deseo imperioso de destacar sobre el resto y aun así triunfando en la sombra dentro de este mundillo turbio. De hecho, no tomara partido en la acción de la novela hasta la mitad de ésta más o menos -cuando suelta un, para él, extenso monólogo y se fuga a la playa con Lilly en plena tormenta-, y ni así participará de ella lo suficiente, limitándose a describir todo lo que le rodea hasta entonces de una forma casi obsesiva y atípica.
Hasta que Ryu decide que su alter ego va a hacer algo en la obra que está escribiendo asistimos a un conjunto de descripciones de fiestas salvajes de la juventud japonesa de los 1970s, con sus drogas indispensables y sus orgías, en las que no duda en recrearse el autor de forma un tanto innecesaria, volviéndolo todo demasiado explícito. Hasta entonces se omiten los auténticos pensamientos de Ryu y se deja casi todo lo mejor, argumentalmente hablando, para el final de la obra, lo que nos lleva a un producto que merece la pena por cómo concluye, pero que resulta un tanto flojo en la forma en la que el autor nos conduce a esa conclusión.
Nada más que decir esta vez. Pueden encontrar otras reseñas de Azul casi transparente en En el Levante de las Páginas (muy breve, por si no queréis leer mucho), Das Bücherregal (donde se destaca lo explícito de las descripciones de Ryu y la confusión que puede generar para el lector occidental el dilema de los nombres japoneses), y 10.15. Saturday Night (que creo que es la más trabajada y con la que tiendo a coincidir en todo).
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