En los últimos años hemos visto que la autoficción se ha puesto de moda, pero lo que no muchos saben es que en España, al menos, contamos con precedentes claros de hace más de un siglo. Hoy nos toca hablar de José Martínez Ruiz, y la que es, tal vez, su obra más famosa: La voluntad (1902). Se trata de una novela estructurada en tres partes y que narra el paso de la juventud a la adultez del mítico personaje de Azorín. La ideología del autor va de la mano con el personaje, que al igual que Yevguéni Bazárov en Padres e hijos, pretende ser una figura representativa de la juventud intelectual de una generación, en este caso, la que vivió el Desastre del 98 como punto culminante de las continuas crisis que asolaron España a finales del siglo XIX y que la dejaron tocada durante el primer tercio, al menos, del siglo XX.
Azorín es un joven enamorado, caricatura de la vieja novela sentimental del siglo XV. La relación que mantiene con Justina es clandestina, pero imposible. El padre de la muchacha no es rey como en Cárcel de Amor o Grisel y Mirabella, pero tiene el poder suficiente para separarlos. Convence a su hija adolescente de ingresar a un convento y alejarse de la perversa influencia del pensamiento revolucionario de su amante. Azorín cree en el progreso, pero ve su futuro truncado. Al menos, dice, el pueblo de Yecla no le es totalmente hostil.
Tiene la suerte de contar con un maestro, un hombre llamado Yuste, que destaca por ser un filósofo fracasado y mayor, gran promesa en sus años mozos, pero complemente incapaz de redactar una gran obra que lo encumbre. Todo lo que hace son apreciaciones, comentarios inconexos incapaces de ser hilados en un discurso unitario. Pero esto no le importa a Azorín; su mera presencia y el cariño que le ha agarrado al chaval es para él suficiente para ser admirado y colocado entre sus pensadores predilectos.
La primera parte versará sobre las relaciones entre estos tres personajes. La definitiva muerte de Yuste y Justina, obligarán a Azorín a escapar del pueblo. Cree que en Madrid encontrará a intelectuales como él con los que intercambiar opiniones, con los que filosofar y comentar lecturas de la más pura tradición española. Se lanza a la bohemia, pero su corazón ya está dolido. Él ya lo sabe, su experiencia vital le ha arrebatado, como a su maestro, toda voluntad.
Estamos ante una novela determinista. Azorín se vuelve un ser abúlico porque sus esperanzas se han visto dinamitadas con el devenir social. Su pueblo, Yecla, es un trasunto de la abulia misma. La obra se inicia con el levantamiento de una catedral en la localidad al más puro estilo escolástico: cada ciudadano en sus ratos libres acude para acarrear piedras arriba y abajo. Y lo hacen en pleno siglo XX. Evidentemente, la obra se deja a la mitad. Los yeclanos quieren ser salvados, pero son incapaces de tener la constancia para completar tal fin y, por ello, viven de la excusa, de la frustración y del hastío vital. Justina sabe que su conversión es incapaz de redimirla de cualquier acto, sospecha que todo es una mentira y pierde la fe a medio camino. Yuste se desquita de su carrera truncada por la pereza atacando a otros que han encontrado mejor suerte. Y Azorín... bueno, termina por rendirse. Pasa las noches en Madrid de un lado para otro, frecuenta cafés, escribe para importantes diarios, pero sabe que para ser respetado en el mundillo de la literatura necesita una novela que lo avale. Prueba una y otra vez... Todo cuanto escribe se encuentra tan lejos de lo que considera sus grandes referentes... No hay nada del Arcipreste de Hita en su obra, nada de Mariano José de Larra, nada de Fray Luis de León, nada de nada.
Por estas fechas, José Martínez Ruiz, que acabaría adoptando el pseudónimo de Azorín y que nació y se crio en Monávar (localidad cercana a Yecla), también ejercía de crítico artístico y literario para diversos periódicos y revistas culturales. Era famoso, como lo es el Azorín del libro, por su amistad con Baroja, un autor muy atacado en esas fechas por su estilo plagado de incorrecciones. Las opiniones y vivencias del Azorín del libro son, hasta cierto punto, las mismas que las del Azorín de carne y hueso. Incluso los comentarios de diversa índole que se trasladan a sus páginas pertenecen a textos auténticos que firmó el propio Martínez Ruiz. De la misma forma, también formó parte de los eventos literarios y sociales en los que participa el Azorín ficticio. Sin embargo, Martínez Ruiz, a pesar de su tremendo pesimismo, corrió mejor suerte. No es que La voluntad fuera un éxito, pero no tuvo mala acogida y a raíz de su publicación, comenzó a ser respetado.
Esta es una novela que forma parte de una trilogía, completada por Antonio Azorín y Confesiones de un pequeño filósofo y que, según tengo entendido, continúan con las aventuras del protagonista, en las que quizás se reponga de alguna forma u otra. Lo cierto es que el final de la obrita no puede ser más desalentador. Azorín es un muerto viviente. Un ser privado de toda capacidad para tomar cualquier decisión. Como él mismo comenta, hay quienes viven cien vidas y a otros les toca vivir solo media o, a lo sumo, una cuarta. Él es uno de ellos, espera pacientemente a que su cuerpo se desgaste y disfruta del tormento de un suicidio lento y angustioso, que ya ha sabido aceptar con calma. Es consciente de que no volverá a reunirse con sus seres queridos. Es consciente de que no escribirá su gran obra, de que quedarán las ruinas de esta, como las de la catedral de Yecla, para que otro las concluya.
Como podéis apreciar, se trata de una obra rematadamente triste y que va muy en consonancia con el pensamiento de la Generación del 98. La abulia de Azorín es la abulia de España, una nación incapaz de actuar, donde cada vez que se comienza una revolución, la mayoría desiste y la pervierte a medio camino. En sus tramos finales, sorprende por la honradez y la actualidad de dichas premisas. Parecen opiniones sacadas de cualquier artículo que pudiera haber aparecido en el periódico antes de ayer, solo que formuladas hace más de cien años.
El resto de la novela ya es otro cantar. Se dice que el escritor español que interioriza mejor la corriente pictórica conocida como el impresionismo es, precisamente, José Martínez Ruiz. El texto está plagado de écfrasis muy detalladas sobre espacios y objetos, así como de reflexiones anecdóticas que le dan a la novela un carácter próximo al dietario. Por otro lado, la obra puede resultar pesada por la profusión de referencias culturales a personajes, obras de arte y textos jurídicos, religiosos y literarios. Da la casualidad de que he podido leer la edición de Cátedra, donde abundan notas al pie que te resuelven a grandes rasgos las principales dudas que un texto de esta índole pueda generar, pero aún así, no se hace una lectura accesible al lector contemporáneo. Muchas veces, la necesidad de detenerse a leer dichas notas (casi doscientas) cortan el ritmo de la narración en más ocasiones de las que le gustará a un lector que sencillamente busque relajarse. También hay que añadir que se trata de una obra con un comienzo demasiado abrupto y que no termina de arrancar del todo hasta que no acaba la primera parte. De hecho, esta me parece de lejos la más floja e insulsa.
Por ello, dejo esta lectura a vuestra elección. A pesar de estos contratiempos, he de decir que he podido disfrutarla, aunque no se puede decir que me haya entusiasmado ningún momento, salvo las tras cartas que componen el epílogo y que me parecen lo mejorcito de toda la obra.
Lean mucho, coman con moderación y namasté.
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