sábado, 12 de mayo de 2018

La librería, de Penelope Fitzgerald




Tras el reciente vapuleo en los Goya de la adaptación que hace Isabel Coixet de esta novela (filme que todavía no he tenido la ocasión de ver) y habiendo observado en estos meses un aluvión de reseñas para todos los gustos, decido sumarme a la moda por una vez y leer La librería. ¿Qué esperaba encontrar? La verdad, es que no tenía en mí unas espectativas demasiado altas. Dos de mis sitios de referencia (Devoradora de libros y Lo que leo lo cuento) la habían aclamado en su momento con ciertas reservas y mientras que los expertos de Un libro al día habían dejado claro que la obra de Fitzgerald pasaría por la mente de los lectores sin pena ni gloria, en Leer sin prisa intentaron hacerle una defensa que no terminaba de convencerme del todo. Creo que en líneas generales la mayoría coincide en que La librería no es el mejor libro del mundo, ni siquiera es un buen libro sobre libros -como cabría esperar con ese título y esa sinopsis de Impedimenta-, ya que paradójicamente en la novela lo que menos importa es que la protagonista monte un negocio para vender libros. Es decir, uno se queda con la sensación de que podría haber montado una tienda de discos, una barbería o un restaurante de comida árabe y casi nos habríamos quedado igual. Os hago una sinopsis y me explico.

Florence es una viuda de mediana edad que decide volver a Hardborough, el pueblo perdido de Suffolk, al final de una carretera tortuosa entre los pantanos de la región en la que se crió, con el objetivo de montar una librería, no porque sienta un amor incondicional por los libros -que obviamente es una parte importante de su vida-, sino porque en ese triste páramo nunca había habido una antes. Florence siente que debe llevarles a los habitantes de Hardborough un poco de cultura para luchar contra el aislamiento que sufren, pero es aquí donde se lleva un golpe inesperado. Los suffolkeños, de naturaleza conservadora, no están habituados a los cambios y menos a todos los que se propone introducir Florence en un período de tiempo tan breve. 

Y es que, como digo, La librería  no trata sobre una librería. Las referencias a la vida cotidiana en uno de estos establecimientos y las reflexiones sobre muchos otros libros, ese sentimiento de pasión y casi de obsesión por los libros que encontramos en otras novelas sobre librerías no aparece aquí. Para Fitzgerald lo verdaderamente importante es ese clima de hostilidad que se forma como la niebla baja en esos pueblos cerrados en sí mismos que ante el mínimo atisbo de novedad sienten sobre sus espaldas el peso de una amenaza a sus costumbres y a su idiosincrasia. Florence es una mujer fuerte, que va a luchar por su sueño, a pesar de su avanzada edad y de la soledad que envarga a una persona tras la muerte de la pareja tras muchos años. Se va a levantar contra viento y marea, siendo por ello admirada por los personajes más ilustres de la comunidad como el señor Brundish, pero también generando una serie de recelos entre otros miembros con mucho poder como la señora Gamart, que especularán para verla caer por el mero disfrute de salirse con la suya.

En Un libro al día dicen que en La librería no ocurre gran cosa y que esto juega en contra de la novela. Es cierto que la acción está muy limitada, pero esto se debe a la búsqueda de una atmósfera que creo que la escritora consigue crear lo suficientemente bien como para que el lector no se aburra. Se emplea un tono dulce, muy inglés, con lo que se da a entender que La librería es una novela de entretenimiento y en ese discurso monótono y pastel es donde Fitzgerald coloca una serie de perlas de mordacidad, principalmente en los diálogos de los personajes, con las que se va enturbiando paulatinamente la imagen de Hardborough. 

Como novela, La librería es un gusto de lectura. Con muy humildes aspiraciones consigue unos personajes vivos y entrañables, pero deja una sensación de vacío y de final precipitado. Algunas de las tramas tienen un escaso y a veces un intrascendental  desarrollo. La que podía ser la más interesante sin duda para la obra (la llegada al pueblo de la primera edición de Lolita de Vladimir Nabokov con toda su polémica detrás) no se aprovecha en absoluto por la autora y queda como una mera anécdota de la etapa en la que Florence tenía una librería. Normalmente no suelo decir esto: pero aquí tenemos a una novela a la que le hubiera venido maravillosamente unas cuantas páginas más.



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