Como no tengo una buena cámara de fotos, normalmente cuando voy a escribir una reseña, la imagen de la portada del libro que siempre la precede suele estar sacada de otras páginas (o bien de compraventas de libros de segunda mano (o bien de la página misma de la editorial)). Para encontrar dicha imagen tengo por costumbre usar el buscador de Google y teclear el título del libro (y si no (sólo si no) aparece le añado el nombre del autor). Lo cierto era que antes de leer una página del libro el título ya me parecía bastante poético. Qué sé yo. Me parecía elegante y hasta romántico, qué leñes. ¡Los pistoleros del eclipse! Era un título que me remitía a los enfrentamientos típicos entre caballeros que se idealizaron en la sociedad europea de comienzos del s.XIX por asuntos de afrentas que debían ser saldadas a vida o muerte a la hora del alba, que encontraba sus anclajes en obras renacentistas y que habían dado para tanta y tanta literatura. Además, en la portada había un bosque, un poco desconcertante con ese caracol ahorcado, pero a fin de cuentas un bosque, caramba. ¡Un lugar clásico para este tipo de combates a cara o cruz! De la misma forma que el suicidio constituía un tema recurrente en este época, y si no baste recordar a Werther. Todavía no había abierto el libro. Sabía de él poco más, me habían advertido que no tenía comienzo ni final. Yo no sabía si me inquietaba más este dato o el extraño dibujo del caracol ahorcado. Luego lo abrí, lo leí y descubrí lo terriblemente malo que soy para lanzar hipótesis. Una vez lo acabé, cuando busqué una imagen del libro en Google no me sorprendieron los enlaces de Youtube que aparecieron (donde todos ellos remitían a vídeos de distinta de duración en la que un grupo de (digamos) zagales jóvenes que esperaban en un control policial tras una noche de fiesta que debió de ser desenfrenada esnifando cocaína y fumando porros hasta que más allá del amanecer (como si se tratase de un relato de Yasutaka Tsutsui) les llegase su turno). Uno de los chicos amenazaba con sacar una pistola y disparar al periodista (o al policía creo (o a alguien (qué más da))) si le seguían tocando las narices. A fin de cuentas me equivocaba, pero no demasiado: ese control era una afrenta a la vida en libertad (en cuestionable libertad) total que exigía para sí mismo el joven. En lo único en lo que me equivocaba era, pues, en el contexto, en el escenario y en un par de detalles más. La obra de Munir nos acercaría a un microcosmos muy cercano al que nos muestra la cámara de Callejeros con personajes que cometerán, uno tras otro, numerosos actos de rebeldía contra lo que consideren un reto para su juventud (especialmente organismos de poder (que quedan en varias ocasiones retratados como elementos particularmente ridículos)). Se harán pasar por personas deprimidas para adquirir psicofármacos de manera casi gratuita y así alimentar una adicción autoimpuesta, llenaran todos los carteles de Madrid con el símbolo de Vodafone como forma japonesa de protestar frente al cambio de nombre de la Estación Plaza del Sol, y así un continuo etcétera que no quiero desvelar debido a la brevedad de la obra.
El libro es lo que es: autoficción. No es un género que me apasione demasiado por las limitaciones y el carácter tremendamente personal y cerrado que suele poseer. Además, tampoco se puede decir que sea excesivamente innovador Munir a la hora de redactar las poco más de cien páginas que tiene su suerte de novela. La ausencia de comienzo y final (o la colocación estratégica de espacios) no es algo que no haya visto hasta ahora. De hecho, ya había reseñado una obra aquí que seguía un modelo muy similar en este sentido y que ganó un Nadal en 1996 (me refiero a Matando dinosaurios con tirachinas de Pedro Maestre), donde su autor escribía sin colocar un punto en toda la narración (no llega a dicho extremo, Munir) en un frase ya comenzada, que no iba a terminar jamás, porque aquella frase era, a fin de cuentas, un reflejo alegórico e insustancial de su vida y si él seguía escribiendo era porque seguía viviendo. Quizás la ausencia de comienzo y de final en Los pistoleros del eclipse se deba a otros motivos, quizás el escritor sólo pretende generar incertidumbre, lograr que nos hagamos la preguntas de qué, cómo, cuándo o por qué. Podemos (y, de hecho, debemos) intentar rellenar los huecos, aún a sabiendas de que lo que nosotros coloquemos en esos espacios no vale nada, de la misma forma que tampoco nos es difícil imaginar que gran parte de lo que nos ha dicho Munir en su diario fragmentado es ficticio, aunque no sepamos qué lo es y qué no.
Otro aspecto interesante del libro es su concepción fragmentaria, su asimilación y su reafirmación de que la realidad sólo puede expresarse en concreciones, en momentos que van y vienen. El problema de esta fragmentación es que supone numerosas elipsis del contenido del texto, lo que nos lleva a un resultado final poco sólido. Esto sería muy achacable en otro tipo de novelas, pero quizás no en ésta, que pretende de por sí ser lisérgica, rebelde y obtusa, sin pretensiones de hacer ningún tipo de concesiones al lector. En definitiva, una quimera. Es una obra que está muy en la línea, por su rabia juvenil plasmada con fuego neovanguardista, de un celso castro (así en minúsculas, como a él le gusta), lo cual resulta bastante positivo, a pesar de que muchas veces su intento de un transcendentalismo mayor y de reflejo del gusto por la decadencia weird , en ocasiones sofocante y pesado, me recuerden demasiado a Foster Wallace, que, a partir de lo que leí de su puño y letra, no me cayó muy en gracia.
Pero más allá de todo esto, Los pistoleros del eclipse es una historia de una amistad (o de algo más) estrambótica sólo concebible en nuestro siglo, o más bien de la decadencia y los motivos que precipitaron dicha decadencia de esa amistad entre el autor-protagonista y Gonzalo Ruiz Suárez, que también es escritor en la vida real y pertenece al mismo grupo literario según he podido investigar después. Los avatares de esta relación en la que parecen medias naranjas y el sentimiento del cruce de unos límites que nunca debieron cruzarse precipita en cierto modo esta caída en el rechazo de G hacía M y se convierte en el motor central de la novela, que intenta darle forma, desafiando a los mismos desafíos formales a los que el escritor recurre.
Sin embargo, lo que más me ha podido gustar de la obra es una especie de cuento que aparece inserto casi al final y que demuestra que Munir es mucho mejor hablando de otros que de sí mismo, aunque sea añadiendo elementos ficticios edulcorantes, y aunque hablar de otros no sea más que una forma diferente de hablar de uno mismo. Lo dicho, el libro no es malo, pero tampoco una maravilla. Está bien como todo y propone una escritura interesante (con (muchos paréntesis (por todas partes (así) que creo que se me ha debido de pegar algo))). Además de contar con algún que otro momento de humor bastante ingenioso que no va más allá (no como lo de los paréntesis). Lo importante es que el escritor posee un estilo muy característico y nada falto de calidad, por lo que creo que quizás debería afinarlo un poco más y superar la autoficción, para quedarse sólo con la ficción, y no complicarse mucho la vida. Como es joven y parece que escribirá más obras estaré pendiente cuando aparezca algo nuevo suyo publicado.
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