miércoles, 10 de octubre de 2018

Las diez mil cosas, de Maria Dermoût




Mi primer contacto con la literatura holandesa se produce a través de la lectura de Las diez mil cosas de Maria Dermoût, considerado en el prólogo, por Hans Koning (su editor), como uno de los libros con mayor calidad literaria de la escritura en neerlandés del siglo XX. Aunque Koning habla de novela, Libros del Asteroide nos advierte de que este libro es recomendable leerlo como un conjunto de relatos. Y lo cierto es que Las diez mil cosas no es ni una cosa ni otra, sino una mezcla creativa de ambos géneros, aparentemente deslavazada en un primer momento, pero remediada con un gran don poético en su parte final, la cual goza de una extraordinaria belleza.

Dermoût tira un poco de su infancia vivida en las colonias orientales holandesas (Indonesia) y nos construye el paisaje natural de una isla perdida de las Molucas donde, salvo unos pocos europeos, la mayoría de la población es de origen chino, africano o malayo. En este lugar seguiremos un drama familiar que tiene al personaje de Felicia como protagonista. Ella es la nieta de la señora del Pequeño Jardín, una finca situada en la bahía interior de la Isla que gozó de tiempos mejores cuando el comercio de especias había estado en alza (siglo XIX), pero que se ha ido empobreciendo con el paso de los tiempos y con numerosas desgracias de una sospechosa índole sobrenatural. En la finca, Felicia vive con su abuela y sus padres, y descubre con ellos las maravillas de la Isla, que se nos irán presentando con toda la ternura y la curiosidad de una niña de su edad. Sin embargo, tras un tiempo, sus padres deciden volver a Holanda para vivir una vida mejor y abrirle la posibilidad de tener estudios a Felicia. Su abuela no la deja marcharse sin darle antes una reliquia familiar (la serpiente del carbunclo) y profetizar su regreso dentro unos años. Felicia, efectivamente vuelve a la Isla, pero no viene sola. La acompaña su hijo, Himpies, y todo un lastre de pobreza y vergüenza tras ser abandonada por su pareja, un holgazán y un ladrón, que habría vendido todas las pertenencias de Felicia para poder escapar de Holanda. La protagonista se verá ahora en la dura tarea de reponer su nombre y se encontrará con que el Pequeño Jardín ya no es tan seguro como recordaba. Los dos presagios de su abuela se habían cumplido de esta forma. El primero de ellos, la ironía de su nombre, aún tenía mucho por delante para aguarle la existencia.

Como comprenderéis rápidamente por la sinopsis, esta "novela" trata de la (des)colonización desde el punto de vista holandés y de la independencia de la mujer forzada por causas externas a ellas, provenientes principalmente del trato masculino. Sin embargo, la historia no se detiene en clichés y en luchas de este estilo por muy necesarias que estas sean. Va mucho más allá y aspira a rozar temas lo más trascendentales posibles. El punto de mayor interés y el motor principal de los acontecimientos es aquí la muerte provocada, o lo que es lo mismo: el asesinato. No por ello, Dermoût adopta los esquemas de la novela negra, por mucho que este género haya explorado la problemática, pues para la escritora el encontrar a los culpables y sus motivos carecen de interés. Por extraño que parezca, adopta una postura antibélica (de necesidad de poner fin a una violencia inexorable). Tras la muerte de numerosos seres queridos, Felicia se transforma en una ferviente luchadora contra el homicidio voluntario y reflexiona arduamente sobre la absurdez que encuentra en él. El título, Las diez mil cosas, hace referencia a esta actitud tomada por Felicia, pues en la Isla en la que vive, los habitantes se despiden definitivamente de sus seres queridos enumerando las cien cosas agradables que esperan que ellos encuentren en el más allá. Es una despedida personal, íntima, y tiene una solemnidad inquebrantable dentro del microcosmos de la Isla. Este curioso ritual es, además, el que entronca con los tres "relatos" localizados en la parte tres de la novela (La bahía exterior), donde se nos narran diferentes asesinatos sucedidos en el mismo año dentro de la Isla y que no guardarán relación entre sí hasta el final, convirtiendo a la muerte provocada en un acto natural, triste, pero no por ello exento de belleza y significado.

Partiendo de esta particularidad es de entender que las enumeraciones y las descripciones deban tener un peso importante en la trama de una historia como esta. Por suerte, están trabajadas minuciosamente por la escritora para mantener el ritmo de cadencia, de lirismo y elegancia que se requería. No sé cómo sonará en el original, pero algunas partes de la traducción me han parecido casi hipnóticas. Para que os hagáis una idea, os dejo tres párrafos donde se describe el escenario al que arriban Felicia y su hijo cuando esta regresa a la Isla:

"Aún no había mucha gente en las calles, pero los que se cruzaban con el coche se detenían a mirar y saludar.
La niebla empezaba a levantarse. Por todas partes había árboles muy altos con espeso follaje, hasta el borde como en los muros de la fortaleza, crecían la hierba y la maleza, y algunos arbustos. El mundo entero parecía de un verde intenso aquella mañana, y por entre los troncos de los árboles, tan poco espaciados, se veía a cada momento la rielente agua de la bahía con los reflejos plateados del sol... Más arriba aparecía, inmóvil, la ondulante y oscura costa de la otra playa, y aun más arriba, un cielo aún luminoso.
En el prao los esperaba un prao alado, y otro pequeño para el equipaje, con remeros y un timonel."


La naturaleza está representada en toda su belleza amenazante. Nos recuerda que la fragilidad también puede enseñar sus dientes y que siempre nos abandona, nos deja solos ante el peligro. Lo curioso es que las desgracias que se viven dentro de la Isla y su ley natural no se presentan en contraposición a las de fuera, sino en conjunto. El microclima de la Isla (retratado en el noventa por ciento de la "novela") es solo una pieza de un escenario mucho mayor, más grande y más verde, porque ese verdor se alimenta de todos nosotros, de nuestras energías, esperanzas, deseos, frustraciones y sueños. En este punto le tengo que dar la razón a Koning, Las diez mil cosas es mucho más universal de lo que pudiera llegar a parecer por su limitada visión y espacio. De hecho, la incursión de los relatos intenta de alguna forma ampliar el mensaje que al principio parece tan ligado a la tierra que Felicia pisa. El tema de la naturaleza está íntimamente ligado aquí con la maternidad y el crecimiento vital, así como con el fin de la existencia terrenal. El amor materno y el amor romántico se convierten en impulsos que mueven a los personajes a actuar para crecer o acabar con el crecimiento de quienes les rodean.

Sin embargo, no todos son alegrías. Las diez mil cosas tiene una estructura atípica y eso le pasa factura, porque descoloca al lector. Cuando comencé a leer la tercera parte, donde se introducen estas tres historias que nada parecen tener que ver entre ellas, me sentí desplazado e incluso engañado. La inconclusión de la historia de Felicia me extrañaba y no llegaba a comprender por qué Dermoût detenía a este personaje para contarme las desdichas de otros tantos nuevos con los que solo compartía el geoespacio de la Isla. La escritora cambia incluso su estilo: comienzan a predominar los diálogos sobre las descripciones, las enumeraciones bellísimas desaparecen y dan lugar a situaciones con mucha más acción (¡cuándo nadie se las pedía!),... Por eso, aunque aguantar hasta el final "mereció" la pena, por decirlo de alguna forma, sigo sintiendo como si el libro cojease. La tercera parte podría haber estado intercalada con las dos primeras sin muchas dificultades, les habría aportado dinamismo y la narración resultaría mucho más natural e integrada. Comprendo la decisión de esperar hasta el final para ir introduciendo ese estilo fantástico -insinuado en la tercera parte y totalmente desplegado en la final-, pero no era en absoluto necesario y, por desgracia, afecta con suficiente fuerza a la fluidez y al ritmo que se seguía hasta ese momento. 

A pesar de estos peros, he de señalar que mi impresión tras la lectura ha sido bastante positiva. Maria Dermoût era una escritora minuciosa, poética y muy empática. La teluridad de su estilo me ha recordado, salvando las distancias, a Cesare Pavese y la belleza de su amplio léxico y su gusto por las historias que parecen íntimas me ha traído a la mente a autoras como Ana María Matute y María Teresa de la Parra. La ambientación escogida, por otro lado, me ha recordado muchísimo a Paisaje con reptiles, de Pilar Pedraza. En definitiva, nombres que para mí representan un cierto aval a la hora de leer, más allá de los gustos personales de cada uno. No he encontrado más reseñas en mi blogosfera habitual ni fuera de esta. Tenéis por ahí varias entradas de prensa, aunque siempre he tenido mis serias dudas con la sinceridad de la prensa literaria, así que os dejo a vosotros la tarea de buscar otras impresiones para poder contrastarla con la que hoy os ofrezco.

PD.: Ante la petición de Keren Verna en la entrada anterior, he decidido revisar mi reseña de Por qué se cuece el niño en la polenta para ver si puedo mejorarla hasta el punto en el que yo me sienta a gusto publicándola. Un saludo y felices lecturas.


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