Tras la muerte de Franco arrancó el período de transición democrática en España, lo que hizo que se crearan múltiples partidos y que los que ya existían se movilizaran para llegar a todo el mundo. Con este pretexto, los líderes provinciales de un partido aparentemente progresista, que muy bien podría identificarse con el PSOE de la época, envía a tres representantes, uno de ellos aspirante a diputado, a las localidades más remotas de la región. Ahí se encontrarán con pueblos deshabitados y con un misterioso personaje: el sabio señor Cayo que no ha abandonado jamás la comarca a sus más de ochenta años. Este encuentro producirá un cambio en los visitantes, especialmente en el diputado, quien dudará del poder de la política y se replanteará por quién lucha, qué hay de real en su mundo y qué valor tiene la cultura en él.
A lo largo de la obra se enfrentan dos discursos claramente diferenciados: el del joven de ciudad liberal y el del anciano señor Cayo y los difuntos que recuerda. Mientras que los jóvenes piensan en el poder y en cambiar el mundo que les rodea, el anciano es feliz sintiendo cómo pasan los días y trabaja en su huerta. Los jóvenes viven en la complicación, en las prisas, en el sueño del mañana. Fantasean con un futuro mejor, dirigido lógicamente por ellos y para ellos. Mientras tanto el anciano vive el hoy y no se preocupa por su muerte ni la de nadie. Está contento con la visita, a pesar de las impertinencias de uno de aquellos tres personajes.
Al diputado le acompañan Laly y Rafa, en los cuales merece la pena detenernos. Laly es una joven excesivamente preparada, se presenta a unas oposiciones de derecho y quiere aparecer en las listas del partido. A pesar de su discurso feminista sobre la paridad de géneros, es relegada por los hombres de su partido a traer el café y a cargar con las borracheras y los trapos sucios de los demás. Asume el papel de una cuidadora y es censurada en continuas ocasiones por el mero hecho de ser mujer. Está casada con un personaje que aparece brevemente al inicio, pero esto no es escusa para que todos coqueteen con ella y hagan comentarios burlescos sobre su trasero. Junto a ella, la otra figura femenina de la novela es la mujer de Cayo, que no solo no tiene nombre, sino que, además, es muda. Los visitantes no pasan tiempo con ella y su único papel es cocinar. De aquí podemos sacar que aunque el modelo de vida de Cayo pueda antojarse idílico, no representa más que la continuación de otros tantos estándares tradicionales en lo que a roles de género representa.
Por su parte, Rafa podría ser el arquetipo de militante del PSOE en estos años. Habla de la libertad, pero es consciente de sus límites. Busca el progreso, pero quizás como moda. Piensa en la amplitud de derechos, pero no se detiene en los de la mujer y opina que no conviene detenerse en aquellos a los que no es capaz de dirigir su mensaje. Es un tipo que juega mucho con el sarcasmo y que si puede dirigir a alguien un ataque verbal, lo hará sin miramientos. A pesar de ello, no deja de ser un tanto cobarde.
El conflicto entre Rafa y Cayo es evidente. Rafa es incapaz de entender una palabra de lo que dice el viejo porque no ha pisado en su vida el campo. Está acostumbrado a su cultura de Pink Floyd y cine polaco y se niega a entender que una forma de vida rural, donde se presta especial atención al medio que lo rodea, es también cultura. Esto lo entiende rápidamente Víctor, el aspirante a diputado, cuando se sorprende de que Cayo domine, no solo el nombre de los árboles y las flores que lo rodean, sino de que sepa también sus propiedades y aplicaciones para el beneficio humano. Lo cierto es que la conexión entre Víctor y Cayo es muy fuerte y el viejo lo comprende al instante y se siente motivado por convertirse en maestro por una vez en la vida. Víctor está asombrado, no solo por los conocimientos de Cayo, sino por su habilidad física y, especialmente, por su actitud ante la vida.
A Cayo le trae sin cuidado que Franco haya muerto. Durante la dictadura su vida ha sido exactamente igual que antes de esta, salvo por la clara excepción de que todos sus amigos ya están enterrados en el pueblo. La vejez o las apuestas han podido con ellos, la dureza del campo y de los cambios de estaciones, y, sobre todo, el abandono del lugar por parte de las generaciones jóvenes ha contribuido a que Cayo se encuentre solo y sin nadie con quien hablar. Delibes quiere mandarnos un mensaje con esta novela: el campo se muere. Las formas de vida tradicionales no son tan idílicas como se ha querido representar desde diversas corrientes regionalistas y costumbristas, pero no por ello deja de ser triste este hecho. Una forma de vida que surgió con el Neolítico llega a su fin con el auge del progreso. Mientras que en las ciudades se celebra la fiesta de la democracia, en las aldeas más apartadas los ancianos aislados solo desean que su hora no les llegue pronto.
Esta novela me ha parecido toda una delicia. Además de un contundente mensaje, un desarrollo de personajes impecable y un mensaje poderoso, viene condensada en muy pocas páginas. Se nota que es una novela tardía del autor, pues maneja a la perfección el repertorio lingüístico y la visión cultural de cada personaje y trata de representar este lenguaje como ocurriría en la realidad misma. De esta forma, se aleja del lenguaje empleado en su primera novela, por ejemplo, (La sombra del ciprés es alargada) donde se recurría continuamente a un amaneramiento que no terminaba de convencerme a mí ni al propio Delibes años después. Lo dicho, este es el año del vallesoletano y esta es solo una de las muchas novelas que tengo pendiente de él.
Dicho esto. Lean mucho, coman con moderación y namasté.
Reseñas de otras obras de Miguel Delibes en esta esquina: Cinco horas con Mario, El camino, Las ratas,
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