miércoles, 3 de enero de 2018

Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro



Masuji Ono es un pintor que hace revisión de su vida para admitir y superar sus errores del pasado. Durante algún tiempo los cuadros de Ono habrían servido para ensalzar las grandezas del Japón Imperial que en medio de la Segunda Guerra Mundial habría intentado extender su territorio en consonancia con las ideas fascistas que prosperaban en la Europa del momento. Con la derrota del país nipón sus compatriotas habían señalado a un conjunto de ideólogos como responsables de las muertes y traidores a la nación. El viejo Ono, a diferencia de tantos otros que arrepentidos habían optado por el suicidio como única forma de pedir perdón, decide sencillamente esconder sus cuadros, guardar silencio e intentar casar a Noriko, la menor de sus hijas, lo que no conseguirá a la primera debido a su reputación.

Un artista del mundo flotante trata sobre la idea del recuerdo y la evaluación de una vida donde cada gesto es fundamental. Ono pasa tras la guerra de ser un personaje famoso y un pintor muy reconocido a tener que camuflarse y renegar de sus mejores pinturas porque estas se vinculan con una ideología hiriente, que le recuerda a los japoneses que sobrevivieron lo inútil que fueron las muertes de sus seres más queridos. El pintor debe asumir que ya nadie lo admira y que hasta sus camaradas más cercanos pasan a repudiarlo y esto no se consigue de la noche a la mañana. Ninguno de sus alumnos quiere reconocerlo como su sensei (salvo el pordiosero de Shintaro) debido a los numerosos problemas que esto podría acarrearles. Ono, pretendiendo representar ideas grandes y el espíritu de una nación frente a la cotidianeidad que buscaba su maestro Mori-san habría abandonado "el mundo flotante", el que se limitaba a retratar lo efímero de las noches de Tokio con sus faroles ondulantes y semifantasmales para caer en un error que tardará mucho en asumir, que se cobrará la vida de su hijo Kenji por el camino y que provocará el tambaleo de una familia más que ilustre que se verá asomada al abismo. 

La novela intenta centrar su acción entre 1947 y 1949, pero Ono no es un narrador lineal y va a ir introduciendo información a medida de que se vaya acordando. Esto produce unos saltos temporales asombrosos, aunque muy bien hilados, que permiten al lector conectar las distintas vivencias del pintor por temática hayan ocurrido estas en 1948 o en la década de los años 1920s. Se repite así un esquema que ya había visto en Pálida luz en las colinas con la diferencia de que aquí los párrafos no se sienten tan forzados, salvo cuando el narrador admite que se ha desviado del tema y que tiene que volver a lo que estaba contando antes del salto, lo que le resta bastante fuerza porque da la sensación de que Ishiguro se ha quedado sin forma de volver a la parte que le interesa. Esto ocurre varias veces y molesta mucho porque el lector más atento sale de ese asombro maravilloso japonés en el que había entrado y se siente un poco estafado. Aún así la narración es mucho más fluída que en Pálida luz en las colinas, donde ni siquiera había una justificación para estos saltos que alteraban el orden lógico y que me descolocaron bastante, hasta el punto de no saber si recomendar o no la novela. 

En Un artista del mundo flotante asistimos una vez más a la visión que tiene Ishiguro de su Japón natal. A diferencia de su novela anterior, aquí nos sumergimos completamente en el meollo de la cuestión, pues toda la acción se desarrolla dentro de Tokio. Ono nos habla de como es la vida en su país, cómo ha evolucionado su barrio y las personas que lo habitan, adquiriendo cada vez más hábitos occidentales y rechazando la milenaria cultura que heredan. La riña a su nieto Ichiro en el primer capítulo es un buen ejemplo de esto. El niño está solo en una de las habitaciones de la inmensa mansión venida a menos del abuelo y este se queda a mirarlo e intenta adivinar a quien imita. Lo primero que le viene a la cabeza es un noble guerrero samurai, pero la realidad es otra, el chico sueña despierto con ser un cowboy americano; la desazón del viejo es entonces monumental y llega a asustar al chico. 

Ono todavía cree en las viejas tradiciones japonesas y piensa que casar a su hija es una obligación para él. De hecho no para de demostrar una actitud muy machista a lo largo de la obra, deslegitimando las ideas y decisiones de sus hijas e intentando enseñar a su nieto que las mujeres no pueden ni deben mandar sobre los hombres y que los pensamientos de estos son cien veces mejores. Ono cree que las mujeres son débiles, frágiles y absurdas y así intenta hacérselo ver a Ichiro, quien, por tener pene, debe ser fuerte, valiente, resistente y no dedicarse a las cuestiones menores que no serían propias de su género. Esta idiosincrasia de Ono no es juzgada por el autor, pero tampoco potenciada, sino que se muestra de una forma objetiva para que los lectores puedan extraer conclusiones por sí mismos. 

Lo cierto es que ni aquí ni en Pálida luz en las colinas  el lector siente que Ishiguro juzgue a ninguno de sus personajes. Más bien se nos transmite la sensación de que son ellos mismos los que se autojuzgan. Este afán por una narración más o menos objetiva es uno de los puntos que más encuentro a favor de lo que he leído de este autor. Por muy desagradables o estupendos que puedan llegar a ser sus personajes el autor no busca ensalzarlos ni hundirlos. Mientras que leía la novela me he encontrado muchas veces dándole la razón a Ono y otras tantas en pleno desacuerdo.

Por ejemplo, las ideas que desarrolla sobre la vida del artista me parecen sumamente válidas y muy interesantes. Ono sabe que el arte es una competición contra uno mismo y contra los demás, pero que lo más importante es conseguir sacar de dentro algo que nos haga sentir, vivir, volver a ver lo maravilloso y lo horroroso del mundo y asombrarnos. Ono busca un arte con grandes pretensiones y aunque se equivoca, muchas de sus ideas como la de la búsqueda de la perfección técnica ajustada a cada uno no me parecen descabelladas. Lo más desconcertante es su alta valoración de las personas y su intento de paliar la pobreza en su país a través de la labor social del arte. Sí, es verdad que luego coje un mal camino; pero sus intenciones iniciales en ese aspecto son hermosas y totalmente loables. Al mismo tiempo, sus reflexiones sobre la vida y la madurez son muchas veces dignas de alabanza, aunque cada cierto número de páginas realice alguna que otra estupidez que lo vuelva a desacreditar.

Otra cuestión que no he comentado es que Masuji Ono guarda un tremendo parecido con uno de los personajes más memorables de Pálida luz en las colinas, el suegro de Etsuko, más conocido como Ogata-san, un profesor jubilado que habría cultivado sus ideas fascistas y tradicionalistas en sus alumnos, muchos de los cuales habrían muerto posteriormente en el conflicto bélico. Ogata, al igual que Ono, no se hace públicamente responsable de este suceso y debe soportar por ello el rechazo de toda la comunidad cuando creía verdaderamente que estaba haciéndole un bien a ésta. Por detalles así alabo a Ishiguro, quien es capaz de mostrar el lado más humano de personas con una mentalidad que no comparto ni podré compartir jamás. Si bien ante la anterior de sus obras me quedé un poco confundido, tras la lectura de esta ya sí que se me quita toda duda. Os la recomiendo encarecidamente. Tenéis otra reseña en Un libro al día, donde entre otras cosas hablan de la genialidad de los tensos diálogos que con pocas palabras expresan mucho en esta novela.

Más reseñas de obras de Kazuo Ishiguro en esta Esquina: Los restos del día Pálida luz en las colinas


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