miércoles, 6 de mayo de 2020

La isla y los demonios, de Carmen Laforet



Nada es uno de mis libros favoritos de la adolescencia y uno de los primeros que reseñé en esta esquina. Obtuvo el primer premio Nadal y catapultó a su autora a la fama y si hay una novela que pudiera estar a su nivel, dentro de la producción de Laforet, sin duda es esta. La isla y los demonios se escribe poco después y tiene también un cierto toque autobiográfico. En ella, Laforet hace repaso a sus orígenes en la preciosa Gran Canaria y echa cuenta de sus leyendas en una suerte de drama familiar mezclado con Bildungsroman en la que seguimos a la joven Marta Camino, que sueña con el día en el que pueda alejarse de su casa e iniciar una nueva vida en la capital del país.

Estamos ante una novela tautológica, donde importan tanto la isla, que adquiere una entidad propia, como los demonios, que orbitan desde las leyendas que tanto ama Marta hasta sus seres más cercanos que impiden el avance de la protagonista. Marta lucha por una vida intelectual y emocional en la que pueda tomar las riendas, pero esto no es sencillo. En primer lugar, la trama se desarrolla durante la Guerra Civil y su casa está gobernada por el autoritario José, partidario del bando franquista y que piensa que su hermana literalmente le pertenece. José no es un tipo tonto y tiene un motivo para encerrar a su hermana y privarla de su juventud: ella es la heredera de la gran fortuna de su madre Teresa. José, que es hijo de un matrimonio previo de Luis Camino, no tiene derecho a ella. Sin embargo, se siente como si así lo fuera, puesto que ha trabajado con sudor para que a la senil Teresa no le falte de nada. En medio de este proceso vegetativo que va colapsando a la anciana poco a poco (la enfermedad no se explicita en ningún momento, pero bien podría tratarse de Alzheimer), José ha contraido matrimonio con su enfermera personal, la señora Pino. Esta mujer detesta terriblemente a Marta porque siente celos horribles derivados de la errática relación que mantiene con José, en la cual todo son gritos y golpes. El abusado, al no poder con el abusón, se desquita con alguien más débil que él. En fin, nada nuevo bajo el sol, pero que deja un panorama nada agradable para Marta.

En medio de este percal, aparecen tres espíritus nuevos en la casa: los tíos peninsulares de Marta. Estos son para colmo artistas y vienen acompañados de un atractivo y cojo pintor llamado Pablo, del cual la joven protagonista caerá perdidamente enamorada. Ilusionada con una vida bohemia, tratará de entablar amistad con los nuevos visitantes, que huyen de la guerra y que tienen aceptar la ayuda de José a regañadientes. Marta imagina, sueña, crea y aprende de sus tíos, pero estos pronto la decepcionan. Honesta le parece una criatura vil y ordinaria. Matilda la desprecia. Y el bueno de Daniel, con tu tic nervioso tras haber estado en primera línea de combate, le inspira absoluto pavor en según qué momentos. Sin embargo, en Pablo descubre este amor que ya hemos comentado, y quizás lo hace porque es la única persona en toda la isla que decide no tratarla como una niña, sino como una mujer. Sin embargo, la relación con él, que estructura buena parte de la novela, no durará eternamente. Marta sufrirá el desamor y su conocimiento la llevará a crecer.

La complicada relación entre los personajes va de la mano con la crítica sutil al sistema instaurado tras la Guerra Civil, donde el machismo y el conservadurismo serán las cartas reinantes. Marta se ve obligada a ser una mujer "decente", a aceptar todas las convenciones sociales de su época y a no rechistar a su hermano, del cual depende al ser mujer. Debe renunciar a sus sueños, resignarse a ellos y aceptar una vida mísera como la que lleva su cuñada Pino. Sus propios tíos, lejos de apoyarla en la búsqueda de sí misma y en su crecimiento personal, le instan a buscar un marido que la mantenga antes de que se le pase arroz. Es duro leer según qué páginas porque por los testimonios de nuestros mayores sabemos que la vida antes era así para las mujeres. Silenciadas. Dominadas por la fuerza y recluidas a las labores del hogar y a la crianza de los hijos. La libertad que Marta anhela choca con un muro que se siente infranqueable y el cual es muy difícil saltar, aunque la novela no termine demasiado mal para ella. Este es un libro interesantísimo de abordar desde una crítica feminista e historicista. 

Por otro lado, la obra puede ser perfectamente una de las grandes novelas canarias. Laforet hace un homenaje a su tierra adoptiva (a pesar de nacer en Barcelona, se mudó a Gran Canaria con dos años). La ambientación está perfectamente conseguida y hace que uno se sienta como en la isla. El mar, de infinito valor en la obra, mece el corazón de los lectores mientras siguen sus líneas. Las palmeras se despliegan frente a los rompeolas y la sierra con sus montañas sagradas, donde habitan los demonios guanches, completan un tríptico de inconmensurable belleza para los que nos gusta recrearnos en estos pasajes descriptivos perfectamente medidos. 

Sin embargo, en comparación con Nada, a pesar de ser narrativamente más compleja, se siente que falta algo, probablemente un mensaje más concentrado y sin tantos ambages. Así que, estando un peldaño por debajo, no deja de ser una obra magnífica, especialmente si eres de o has viajado a las Islas Canarias y guardas un buen recuerdo de ellas.

Reseñas de otras obras de Carmen Laforet en esta esquina: Nada,

Lean mucho, coman con moderación y namasté.


4 comentarios:

  1. Llámame cotilla (aunque yo prefiero "curioso") pero ¿de dónde eres? Siempre he pensado que eras de México, no sé por qué; pero últimamente, como lees novelas que a estas alturas del siglo XXI solo leería un estudiante y/o futuro profesor de literatura española (española de ¡ESSSPAAÑA¡), ya me ha entrado la duda.

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    1. Soy de una localidad de la Bahía de Cádiz. De hecho, no sé cómo has llegado a pensar que era mexicano. Me gusta mucho México, pero a duras penas hay cuatro o cinco obras de ese país reseñadas aquí. Para mí, la literatura mexicana sigue siendo un mundo por conocer.

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    2. Pues no sé. Tendría que viajar en el tiempo al momento en que di por sentado que eras de México y luego volver al presente (que no sé si merecería la pena volver a este presente, ya te lo digo). Mucho trajín.

      Pero en mi defensa diré que nunca te he visualizado cantando una ranchera.

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    3. ¡Jajaja! Lo más cerca de ser mexicano que he estado nunca fue cuando probé los burritos veganos del Taco Bell. Están buenos, pero no soy de comer en grandes franquicias.

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