viernes, 2 de octubre de 2020

El mundo interior, de Robert Silverberg

 


Si no hubiera estudiado literatura, posiblemente habría probado suerte en el mundo del urbanismo. La planificación de ciudades, su disposición y cómo estas se van reajustando a medida que van surgiendo nuevas necesidades para el hombre a lo largo de la historia son temas que me apasionan. Por ello, cuando leí la entusiasta reseña que hizo Cities en Das Bücherregal sobre esta novela, decidí buscarla y leerla como fuera. El mundo interior se trata de una aparente utopía futurista en la que las ciudades han evolucionado y el crecimiento poblacional se ha adaptado a las dimensiones de la Tierra de forma que nuestro planeta pueda cobijar a más de doscientos mil millones de almas. Os preguntaréis que cómo ha sido posible este logro teórico. Pues la solución reside en crecer hacia arriba en lugar de hacerlo hacia los lados. Esta es una propuesta que se está barajado en la actualidad en algunas regiones. En este artículo que os dejo del MIT, por ejemplo, se asegura que, con la población que tenemos, las ciudades verticales están a la vuelta de la esquina. Si bien es cierto que ya hay una cierta tradición de ciudades que prefieren escalar hacia lo alto en lugar de expandirse horizontalmente. Un buen ejemplo de ello es la actual Hong Kong, que recupera y moderniza las propuestas de Ludwig Hilberseimer. Aunque actualmente, el proyecto de mayor envergadura en temas verticales es la famosísima Torre Biónica, que se planeaba construir en Shangai: un mamotetro de más de un kilómetro de alto con un total de trescientos pisos donde habría de todo: viviendas, oficinas, policía, bomberos, parques, escuelas, iglesias, etc. Sobre si se construirá o no, es todavía pronto para saberlo y después de la crisis mundial del Covid, lo veo más improbable que nunca. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el proyecto llevado a cabo por arquitectos españoles requiere de casi 15 millones de dólares para financiarse. Vamos, lo que viene siendo una burrada.

La Torre Biónica, de construirse, tendría capacidad para albergar tras su estructura de hormigón y cristal a unas 100.000 personas. Nada que ver con las Mónadas Urbanas de El mundo interior, que con más del triple de pisos cobija a más de 800.000 personas cada una de ellas. Es en una Mónada Urbana (a partir de ahora abreviada MonUrb), más concretamente la 157, donde se desarrolla prácticamente la totalidad de la acción de El mundo interior. Las MonUrb son tan grandes que no contienen dentro de sí una ciudad, sino un conjunto de ciudades, que de forma metafórica llevan el nombre de ciertas capitales horizontales que el ser humano en el siglo XXIV habría atrás: Rekiavik, Praga, San Francisco, Chicago, Toledo,... Vivir en una ciudad u otra dentro de la MonUrb depende de dos factores ligados: la categoría social y el empleo que se desempeña. Estamos ante un sistema jerárquico en su máxima expresión donde los de arriba tienen el poder de someter a los de abajo y tomar decisiones cruciales por ellos. Esto no es especialmente traumático si se tiene en cuenta las peculiares costumbres de la sociedad monurbanística. Si bien es cierto que hay un capitalismo feroz, que no solo reside en la adquisición de dinero, sino más bien en el enchufismo y en conseguir a un/a buen/a esposa/marido, las MonUrb tienen formas legales para eliminar el estrés acumulado del día. Cada noche, el marido tiene libertad para abandonar a su esposa y realizar lo que llaman una "ronda nocturna". Esta consiste en deambular arriba o abajo por la MonUrb en busca de una mujer casada con la que acostarse, muchas veces en presencia del marido de la mujer y delante de sus hijos. La mujer no puede negarse, pues le han educado para ello. Este desenfreno sexual que lleva a miles de hombres a transitar por la ciudad para desfogarse se mezcla con la plena libertad para consumir todo tipo de drogas, algunas de las cuales son especialmente interesantes por sus efectos, los cuales son descritos con precisión por Silverberg hasta el punto de que el lector siente cómo su trasero despega del sillón o de la cama en un viaje lisérgico, pero hasta cierto punto desesperanzador.

Las MonUrb se venden como espacios de perfección, pero los personajes que las pueblan no destacan por ser especialmente felices. Para empezar los adolescentes son forzados a casarse y a tener hijos antes de los catorce años. Con el nuevo modelo vertical, el problema de la superpoblación quedará en manos de los monurbanitas de los siglos posteriores. Por ello y en función a una creencia religiosa y social, según la cual los hijos proporcionan estatus, las mujeres están continuamente embarazadas. ¿Y qué pasa con las mujeres que no quieren tener hijos? Pues le ocurre lo mismo que los que tratan de escapar de las garras de la MonUrb para ver mundo más allá de un edificio. Pocos son los personajes que salen y los que quieren salir o desafían el sistema de cualquier manera van a parar a las incineradoras del sótano para proporcionar energía a los demás. Eso siempre y cuando el cerebro de los personajes no es lavado por los consultores, unos seres medio esotéricos que torturan, retienen y proporcionan drogas hasta cumplir el objetivo de alienar al desviado. En esta novela Silverberg nos habla de cómo son verdaderamente felices los que comulgan con el sistema social, sea cual sea este, por muy absurdas que resulten sus restricciones y leyes, mientras que los insurgentes, los que piensan distinto, son castigados de las más diversas maneras.

Pero aún no queda aquí la cosa, los que verdaderamente están lastimados y explotados no residen precisamente en las MonUrb, sino más allá de estas. Hablo de los campesinos que viven en comunas y que suministran a las MonUrb todo tipo de alimentos. En realidad hay una simbiosis, pero el contacto entre ambos estilos de vida es mínimo. Los campesinos no quieren acercarse a los monurbanitas ni los monurbanistas quieren acercarse a los campesinos. Pero estos últimos son deudores de los problemas de los primeros. Los campesinos reciben maquinaria fabricada en las MonUrb para procesar los alimentos y segarlos, pero a su vez, debido al crecimiento desproporcionado y sin ningún tipo de control de las MonUrb, están destinados a tener pocos hijos y a tener que sacrificar a alguno de vez en cuando. Mientras que en las MonUrb hay de todo y todos se tratan como familia, las comunas viven en la simpleza y reina la desconfianza. Mientras que en las MonUrb se pasan todo el tiempo bendiciendo a Dios, en las comunas lo habitual es temerlo. Vamos, como la noche y el día. Sin embargo, es lógico (y se agradece que se incluya en esta novela) que un espacio así exista. La bonanza de unos y la falta de concienciación social conlleva el sufrimiento de otros en el mundo y esto es así, vivamos en ciudades verticales, horizontal o flotantes. En la Tierra, en Venus o en Marte.

Y voy a ir deteniéndome ya, antes de que la reseña sea demasiado extensa como para que alguien se detenga a leerla. Para empezar el mes de la ciencia ficción, he de decir que esta primera novela no ha estado nada mal, pues ha conjugado en uno todo lo que me gusta, combinado con mucha originalidad, buenos personajes (de los que no he hablado, pero que, creedme, merecen la pena) y una ambientación de mucho nivel. Ahora solo espero que las lecturas que siguen den la talla.

Lean mucho, coman con moderación y namasté.


2 comentarios:

  1. Me alegro de que te haya gustado. Junto con Muero por dentro, es lo mejor que he leído de Silverberg. Por cierto que no tenía ni idea de esa afición tuya por el urbanismo. Yo de pequeño tiraba más a la arquitectura, pero luego las cosas fueron para otro lado y solo me queda esta afición insana al brutalismo.

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    1. Me la apunto. Yo también quería ser arquitecto en la secundaria, pero no era especialmente bueno en dibujo técnico y empecé a leer novelas, así que se me quitaron las ganas.

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